El próximo 10 de septiembre se celebra el Día Mundial de Prevención del Suicidio. Anualmente en el mundo acaban con su vida 1 millón 100 mil personas por la cantidad de razones que uno se pueda imaginar, según informes de entidades como la OMS, Unicef, CEPAL, organizaciones que están preocupadas por el vuelco que han tomado las estadísticas en el sentido de inclinar las cifras hacia la población infantojuvenil. El año pasado se registraron unos 600 mil suicidios en menores, de los cuales el 50% estuvo relacionado con matoneo (bullying) dentro y fuera de las escuelas y en las redes sociales. Se calcula que si esta tendencia se mantiene, para el año 2025 se producirían unos 850 mil suicidios en menores, una cifra que supera con facilidad el número de fallecimientos por conflictos bélicos.

Lo más impactante de todas estas cifras es que existe un subregistro enorme, una bomba de tiempo con una inmensa capacidad destructora constituida por la gran cantidad de intentos fallidos o de ideación suicida que no aparecen en las estadísticas oficiales pero sí en las historias clínicas de hospitales y consultas particulares. Aterra saber que mientras hago este escrito muchos chicos(as) en la ciudad están pensando en suicidarse o tienen el instrumento letal en la mano.

Se trata de un fenómeno mundial que está presente hasta en las sociedades más “civilizadas” y en las “mejores familias”. A los profesionales de la salud nos ha tocado enfrentar una especie de epidemia que estalló ante nuestros ojos sin que nos diéramos cuenta y sin que tengamos estrategias mínimas para abordarla, pues, se trata de un fenómeno complejísimo que debe ser enfrentado con un enfoque sistémico, es decir, que comprometa a toda la sociedad, porque dentro de sus causas la sociedad está comprometida. No es solamente la enfermedad mental, el abuso sexual, el maltrato en todas sus variantes, o la crisis familiar, lo que lleva a que una persona se quite la vida; también es causal la pobreza, el desempleo, la miseria social, la corrupción de un Estado.

Mis angustiosas reflexiones sobre este asunto se vieron compensadas por la gentil invitación que me extendieron dos grupos de trabajo del Departamento del Atlántico que están metiéndole mano a la prevención del suicidio en menores: Gestión Social y el Programa de Salud Mental de la Subsecretaría de Salud. Fue gratificante saber que hay mucha gente preocupada por el índice de suicidios o de intentos en la ciudad y el Departamento. Ya tienen elaborados unos planes de trabajo y están armando una red y convocando gente para enfrentar este fenómeno individual y social que se nos vino encima. He podido conocer que hay unas unidades municipales encabezadas por un comisario de familia que tienen un nivel de reconocimiento y aceptación en la comunidad y se constituyen en una primera línea para enfrentar al monstruo. En la actualidad es un trabajo incipiente en el que se están elaborando encuestas para estudios aleatorios en la población con el fin de detectar ideación, intento o riesgo suicida y levantar las primeras estadísticas, así como encuestas para detección a nivel de centros de atención en salud pública o particular y para intervención o remisión a los niveles de atención especializados. Hay mucho por hacer, pero ya se empezó, que es lo importante.

Recuerde: No está exenta ninguna familia.

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