Con mi amiga, la noche, estoy disfrutando la reciente edición de El Primer Hombre, la obra póstuma de Albert Camus. Escritor y ciudadano del mundo que fue alma y vida de la intelectualidad e imagen de la honestidad moral de su época. Aquellos trepidantes años de la década de los 50 a los 60. Camus ha sido uno de los escritores más admirados y queridos, no sólo por los que fuimos jóvenes, en su última etapa vital, que lloramos su muerte prematura en aquel fatal accidente automovilístico en 1960, en las carreteras bellísimas pero peligrosas por la cantidad de árboles frondosos en las orillas, de la Francia de entonces. Premio Nobel de Literatura en 1957, siempre se comprometió con los acontecimientos históricos y políticos, que conmovieron Europa antes y después de la II Guerra Mundial.

El Primer Hombre: la soledad que acompaña a la dignidad de la pobreza, recordada por un hombre desde su niñez con la ausencia de un padre muerto en el frente de la guerra del 14. El mundo de una infancia que Camus lleva en su vida teniendo como referencia la memoria del corazón que, según él, es la más segura: “Aunque el corazón se gasta con la pena y el trabajo y olvida más rápido bajo el peso de la fatiga y el tiempo perdido, que solo recuperan los ricos porque para los pobres, el tiempo, solo marca los vagos rastros del camino de la muerte”.

En la novela, como una ola de ternura, pervive siempre, el recuerdo amoroso de la madre: “Jacques Cormery, miraba a su madre delante de la ventana, sentada en la incómoda silla, las manos juntas y un pañuelito que apretaba con sus dedos entumecidos. La cabeza siempre un poco vuelta hacia la calle. Era la misma de treinta años atrás”. “Has ido a la peluquería, le dijo a su madre. Ella sonrió como una niña atrapada en falta: sí, llegabas tú. Jacques estuvo a punto de decir: “estás muy bonita”, y se detuvo. Siempre lo había pensado de su madre y nunca se había atrevido a decírselo. No porque temiera un rechazo o que no le gustase el cumplido sino porque era como flanquear la barrera invisible detrás de la cual siempre la había visto parapetada. Aislada en su semisordera, en sus dificultades con el lenguaje, bella, tanto más sonriente parecía, tanto más, se volcaba su corazón”.

Quiero cerrar el revolutum de emociones que me ha producido esta última obra de Camus, con la carta de agradecimiento a su profesor de la niñez, tras su felicitación por su Premio Nobel de Literatura: “Querido señor German, esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande que no he buscado ni pedido. Cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que atendió al niño que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto… No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo, pero me ofrece la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí y de corroborarle que sus esfuerzos y el corazón generoso que usted puso en ello, continúan vivos en uno de sus pequeños escolares que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Lo abrazo con todas mis fuerzas”. Nobleza humana. Eso era Albert Camus.