En una biografía de Barack Obama encuentro la impresión que se llevó cuando vio por primera vez la Casa Blanca. Por entonces, trabajaba en el grupo comunitario del Campus de Harlem del City College de Nueva York, el presidente Reagan había propuesto recortar las ayudas a los estudiantes becados y él se sumó al grupo líder, la mayoría puertorriqueños de origen negro, descendientes de emigrantes europeos: “Me maravillé de la Casa Blanca, no por su elegancia sino por el hecho de que estuviera expuesta al ajetreo y bullicio de la ciudad. Lo abierta que estaba decía mucho de nuestra confianza como democracia, pensé. Encarnaba la noción de que nuestros líderes no eran diferentes de nosotros y seguían sometidos a las leyes y a nuestro consentimiento colectivo.
Veinte años después, acercarse a la Casa Blanca ya no era tan fácil. Los coches sin autorización ya no podían transitar por la Pensilvania Avenue, incluso cuando a mi auto, de entrada, le indicaron que tenía que pasar a través de la reja de la Casa Blanca, me sentí triste por la confianza perdida. Y por supuesto, su aspecto, que después de haberla visto por televisión, descubres que no es igual, aunque sí se cobra cierto orgullo, al caminar por sus pasillos y sentir que por ellos han pasado un Jhon, un Bobie Kennedy, hablando sobre la crisis de los misiles. Un Roosevelt haciéndole cambios de última hora a sus discursos radiofónicos. O Lincoln, caminando por los pasillos bajo el peso de toda una nación. Me vi como hijo de un hombre negro y una mujer blanca, nacido en el crisol de una cultura que es Hawái, con una hermana que es medio indonesia, pero a la que suelen tomar por mejicana o puertorriqueña, con un cuñado y un sobrino de origen asiático, y algunos parientes que se parecen a Margaret Thatcher y otros a Bernie Mac.
Las reuniones familiares en Navidad parecen una especie de pleno de la Asamblea General de la ONU. Nunca he tenido que restringir mis lealtades según la raza, ni de medir mi valía según la de mi tribu. Creo que parte del genio de los Estados Unidos ha sido siempre su capacidad para absorber a los recién llegados y forjar una identidad nacional a partir de la disparidad de las razas que llegaron a nuestras orillas. Aunque, a veces, los sentimientos racistas y supremacistas han minado estos ideales de igualdad, han ido formando la manera en que nos comprendemos a nosotros mismos, nuestro sentido de igualdad que nos permite haber formado una nación multicultural como no existe otra en toda la tierra”.
Inclusión, sería la palabra clave de convivencia. Concordia.