Para muchos economistas la imagen de la gente, de esos individuos que sufren el impacto de todas las decisiones económicas, se ha borrado de la agenda de esta profesión desde hace varias décadas. Su sustitución ha sido evidente: los equilibrios macroeconómicos prioridad absoluta, porque sin ellos, y ahí sí entra la gente, quienes pagarán las consecuencias serán precisamente esos individuos, sus familias, su sociedad, su país.
Es indiscutible que la hiperinflación es el peor impuesto para los pobres; los desequilibrios fiscales obligan al endeudamiento que terminará pagándolo la población, la actual y las generaciones futuras. También es cierto que si la economía no crece es imposible que la situación de la población mejore. Sin embargo, y ahí nace un punto diluido, muchos de estos argumentos tienen un pero porque para eso existe la política pública, las decisiones del Estado para minimizar o mejor evitar que costos y beneficios caigan de manera injusta sobre sectores de personas.
La verdad es que hoy los economistas nos enfrentamos a algo que nunca soñamos: la salud nos desbarató el panorama, nos cuestiona lo que han sido nuestras premisas, y peor aún, los objetivos de nuestro ejercicio profesional. Por lo menos a estas generaciones no nos había tocado una crisis cuyas causas iniciales estuvieran fuera de nuestro dominio. Aún más, las soluciones obvias ahora si para reducir sus costos económicos y sociales, también se enfrentan a algo que no solo no manejamos, sino que y esto es lo más grave, no queremos reconocer.
Cuando una economía se cae 6.9% en un solo año, 2020, la actitud obvia de quienes conocen el tema es explorar todas las vías para reactivarla. Pero en esta realidad tan nueva, compleja y dolorosa este proceso puede acelerar aún más las muertes de esos individuos que supuestamente tenemos que salvar obviamente de la pobreza. Es decir ¿estamos entre la pobreza y la muerte?
Para no tener que afrontar semejante posibilidad reaccionamos con indiferencia y se busca el apoyo en estrategias que no son de nuestra responsabilidad: la vacuna y ese cuidado que debe asumir cada individuo. De esta manera nos podemos concentrar en lo que nos corresponde: que la economía vuelva a retomar su dinámica y que los demás resuelvan lo que de manera indignante se podrían catalogar como los daños colaterales, las muertes y los contagios.
Esto parecería ser lo que está sucediendo en Colombia donde hasta los políticos se olvidan de lo que está sucediendo en el sector salud absolutamente desbordado y, sobre todo, sin el real apoyo ni del gobierno ni de la ciudadanía.
Asombra la indiferencia de los economistas ante la pandemia y su incapacidad de comunicarse con los médicos cuyo clamor no los conmueve como si la economía y la salud no tuvieran sus destinos unidos en estos momentos difíciles.
Si esta realidad se aceptara se estarían buscando alternativas para que haya espacio para no frenar ese creciente económico que es meta prioritaria de muchos, pero reconociendo que los niveles de la pandemia nos desbordaron.
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