Corría el primer semestre del año 2009 cuando recibí un diagnóstico que lo cambiaría todo en mi vida. Casi sin darme cuenta, llegué a ser una persona con diabetes mellitus tipo 1. “Eres muy joven para tener eso”, me decía todo el que se enteraba de la no tan buena nueva. “Pero, ¿cómo así?... ¿esto será para siempre?”, preguntaban con cara de consternación. “Cata, tú estás bien; eso va a desaparecer muy pronto”, aseguraban los incrédulos que se negaban, con su visión de un futuro libre de enfermedad, a esta realidad que había llegado para alojarse en mí. Desde entonces, vivir con diabetes (cuyo día mundial se conmemora cada 14 de noviembre) ha implicado aprender y reaprenderlo todo, sabiendo que más allá de cualquier desafío que enfrente a nivel personal o profesional, a diario encaro una misión titánica que requiere coraje, entereza y mucha más autoestima que autocompasión.

Quizás por eso último suele ser tan chocante el hecho de que a las personas con diabetes en ocasiones nos quieran hacer sentir que no estamos haciendo lo correcto o que no estamos siendo lo suficientemente cuidadosos como para merecer una vida plácida. Para quienes ―como yo― desde el día en que fueron diagnosticados con diabetes escucharon las consecuencias potenciales de padecer este mal, que casi todos temen, seguir vivos y bien, sin ánimos de hiperbolizar, es más que una proeza. Quedarnos ciegos o perder un pie o una pierna hacen parte de la nefasta lista que resalta todo que nos puede ocurrir si no somos conscientes de lo que debemos hacer y, a su vez, dejar de hacer con el objetivo de sobrevivir. Para tratar esta u otra afección, seguir las recomendaciones médicas es apenas obvio. Pero para que exista un bienestar integral es fundamental que el trato que recibamos las personas con diabetes (o con cualquier otra condición de salud) no solo sea como pacientes, sino también ―y en mayor medida― como humanos.

Tener diabetes no es una sentencia de muerte. Tener diabetes no representa una pena. Tampoco es el octavo pecado capital llevar una diabetes mal controlada. El que por diversas circunstancias la vida nos haya conducido hacia una situación que, de entrada, no fue deseada no puede ser causal de culpabilidad. No debemos ser culpados por los demás, ni mucho menos culparnos a nosotros mismos de nuestra condición. Por muy compleja que sea, una enfermedad no puede estigmatizarse como un castigo. Quienes vivimos con ella no estamos condenados a diabetes perpetua. Por ende, no merecemos ser juzgados. Una persona con diabetes es, en esencia, una persona. Que nadie deje de lado eso… en especial, nosotros mismos.