El simple diagnóstico de una enfermedad como la diabetes mellitus puede representar para muchos un desafío a muerte y sin pausa que no da esperanza alguna de longevidad. Pero la historia de quien protagoniza esta columna contradice por completo ese cruel prejuicio. En abril de 1942 nació Enrique Riveira Molinares, un hombre que, más allá de una condición crónica que le ha obligado casi toda su vida a inyectarse insulina y a seguir una serie de hábitos que integran un estricto tratamiento, ha sabido disfrutar, viajar, cantar, trabajar, hacer deporte y desarrollar una vida llena de logros que se suman a este, el más grande de todos: vivir por más de siete décadas con diabetes tipo 1.   

Enrique es extraordinario. A sus ochenta años cuenta cómo en septiembre de 1949 ─cuando apenas era un niño de siete─ le fue diagnosticada esta enfermedad que él y yo tenemos en común, la cual le ha enseñado el verdadero sentido de la resiliencia, esa capacidad de adaptación a situaciones adversas que no es cuestión de un solo día, sino de todos los que marca el calendario. Enrique es mucho más que una persona con diabetes. Es padre de dos hijos, abuelo de tres nietos, y esposo desde hace cincuenta y cuatro años de una mujer ejemplar, Rita de la Rosa, quien no titubea al decir que para ella «no ha sido ningún problema» que Enrique tenga diabetes, una condición que ella entiende tanto como él.

La primera vez que tuve conocimiento de la existencia de Enrique fue por medio de un correo electrónico. El viernes 13 de noviembre de 2020 se publicó en este diario mi primera columna, titulada Mi cura, la enfermedad. Ese mismo día recibí un correo en respuesta a dicha publicación; su remitente me dejó atónita al contarme que tenía mucha experiencia con la misma enfermedad que a mí me acompaña desde hace trece años, porque él venía de la época en la que aún era muy incipiente su tratamiento: «(…) se hacían era exámenes de orina en probeta, una solución y candela, jeringas de vidrio, y ni contarte de las agujas».

Ese día empezó la amistad entre Kike y Cata, dos personas con diabetes tipo 1 que no solo tienen en común una enfermedad, sino también algo que la supera: las ganas de vivir. Kike ha vivido tanto como ha querido. Tras ser diagnosticado a mediados del siglo XX, tuvo la fortuna de ser tratado por uno de los más grandes pioneros en el manejo de la diabetes: Elliott P. Joslin. De ese médico renombrado guarda postales navideñas que datan de la década de los cincuenta, cuando el pequeño Kike era paciente del Joslin Diabetes Center en Boston (EE. UU.).

Kike es más que un ‘diabético’ ejemplar. Ha superado una cirugía de apendicitis, otra de corazón abierto y tres baipases sin complicaciones, sin olvidar que «la clave es: insulina, dieta y ejercicio». El hombre que ama la música tanto como la vida dice que «mientras uno tenga disciplina y cuide su salud, tendrá una vida normal, igual a la de cualquier persona». Kike, quien recuerda a su madre como su mayor soporte en el camino de este aprendizaje llamado diabetes, es alguien a quien le gusta compartir. Eso hizo conmigo al contarme su historia. Y por eso hoy, en vísperas del Día Mundial de la Diabetes, la relato aquí.

@cataredacta