Qué curiosas son las cosas del azar. Cuando uno más se ha propuesto aceptar que hay un lazo indisoluble atando los acontecimientos de la vida humana, y que todo está determinado por las leyes causa-efecto, jactanciosa, inequívoca, entra en escena la contingencia. Entonces, nos invade esa incómoda sensación de que, más alla de toda certeza, intención o previsión, nos aguarda siempre lo fortuito, lo casual, lo que, en últimas, se revela como una fuerza superior incontenible y misteriosa que nos mueve como pelusas al viento. Pero, como diríamos acá, ajá... nos toca seguir andando.

El azar me llevó a Asia en los tiempos del coronavirus nCoV, hoy rebautizado Covid-19. Por dicha no a la provincia de Hubei, sino a Hong Kong, en la provincia de Cantón, distantes 911.92 Km en línea recta. Y aunque estuve confinada en un piso 38, bastaba asomarse al balcón para sentir que la amenaza era tan real como temible. Hong Kong es un territorio de rascacielos y multitudes, de manera que, estando el virus de por medio, era apenas comprensible que el cerebro recurriera a su potencia matemática para evaluar el peligro que me acechaba. Estar rodeado de edificios con un mínimo de altura de 100 metros donde hay mínúsculos apartamentos en que habitan en promedio tres personas que podrían transmitir la enfermedad, dispara todas las alarmas. Y si en tales circunstancias hay que salir del refugio para compartir el aire con los que andan por la calle, o internarse en los profundos y atestados pasadizos por donde se mueve el metro, la cosa es peor. Si bien dicen los expertos que en comparación con virus similares como el SARS y el MERS la tasa de mortalidad del Covid-19 es baja, la paranoia se desata y se comienza a sospechar de cualquier rostro fatigado o de cualquier tos inofensiva. Por supuesto, el recelo es general. La oblícua mirada asiática se torna más afilada; las distancias corporales se duplican; los silencios habituales se eternizan. Es lógico. Entre el enemigo oculto, y el escándalo mediático, pareciera que se acerca el fin del mundo y uno quisiera sobrevivir aplicándose, al garete, todas las medidas de protección. Pero resulta que una epidemia es un asunto colectivo.

Yo no me atrevería a afirmar si lo hacen por disciplina, por responsabilidad social, o por puro miedo, pero los chinos son solidarios y obedientes cuando siguen protocolos de emergencia. Es admirable -pese a las fuertes críticas al manejo de la crisis sanitaria por parte de los gobiernos central y local- ver cómo en el caso de Hong Kong la respuesta de la población fue inmediata y efectiva. Son millones las personas que usan a diario mascarillas, lavan sus manos constantemente y evitan los sitios públicos con absoluta convicción de que hay que hacerlo. Comprometidos con evitar la propagación del virus, la urbe quedó sumida en un acuartelamiento voluntario. Una actitud ejemplarizante por parte de los miembros de un Estado.

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