Hoy en día la información que se maneja en las redes sociales habla por uno. Es información auténtica que suministra cada individuo y da cuenta de su carácter, sus aficiones, sus miedos, su ideología, sus obsesiones, sus prejuicios y su relación con el mundo. No en vano el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos consideró imprescindible incluir el material que colgamos al descuido los usuarios de las redes, como parte fundamental del archivo migratorio de quienes son residentes, o quienes quisieran solicitar su entrada temporal al territorio del tío Sam. Las medidas que comenzaron a aplicarse en junio de 2019, y que obedecen a políticas migratorias del gobierno de Donald Trump, responden a preocupaciones de seguridad nacional, y, en consecuencia, el Departamento de Estado actualizó los formularios para solicitud de visas, agregando a las pesquisas tradicionales “los identificadores de redes sociales que usa el solicitante, teléfono, correo electrónico e historial de redes sociales de los cinco años anteriores” que serán indispensables para la decisión del gobierno estadounidense de otorgar el permiso para entrar, o no al país. Como era de esperarse, muchas fueron las reacciones frente a lo que se considera una violación a los derechos de privacidad; sin embargo, a mi modo de ver, un país tan audaz a la hora de captar información, sorprendentemente había tardado en utilizar de manera oficial las descabelladas confidencias que soportan las redes sociales, y en clasificarlas para beneficio propio.
Pero más allá de lo que decida el gobierno de Trump, que hará lo que le venga en gana, lo que sí es tan cierto como patético, es que la manera en que los usuarios de las redes nos desnudamos real o ficticiamente en ellas -sobre todo en Facebook, Twitter e Instagram- da para eso, y mucho más. De la originalidad con que nacieron como estructuras que conectaban comunidades o personas con intereses comunes, las redes pronto pasaron a congregar los arquetipos que evidencian la urgencia del hombre contemporáneo por hacerse visible. No es extraño entonces que esa guángara patológica que se exhibe en Internet en la que, gracias a los dioses, hay aún comunidades con propósitos fecundos, se alimente con los detritos que destila el ser humano visibilizando a fanfarrones, egocéntricos, maniáticos de izquierda y de derecha, rezanderos recalcitrantes e incrédulos intransigentes, a violentos, charlatanes, sectarios y tontarrones socialité; a los que aman a los perros pero odian a los hombres, a las que exponen las tetas y las nalgas, a los que muestran los bíceps y las taras, a los selfistas que acabaron con el arte de las fotos, a los imbéciles que postean con igual concupiscencia automóviles y hembras. ¿Quién eres, quién soy? En esta era exhibicionista, somos en esencia lo que mostramos en internet. Y, como es natural, eso es pura materia prima que los gringos saben usar a conveniencia.
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