Parece mentira que hace algunos años las estrategias comerciales de las grandes marcas que usaban como referencia las ciudades donde están ubicadas sus tiendas emblemáticas, solían mencionar a Londres, New York, París, Caracas o Buenos Aires, como lugares importantes de ese comercio sofisticado y exclusivo que ofrecen las urbes desarrolladas. Lógicamente eran otros tiempos en que no habían entrado al ruedo aquellos países donde la abundancia de dinero amplió cuantiosamente los horizontes de consumo, otras épocas en que dichas estrategias todavía consideraban apostarle al escaso segmento del mercado latinoamericano que disponía de grandes capitales. Si bien en 2016 los precios y la calidad mantenían a Buenos Aires aún vigente en los listados, Caracas hace muchos años que dejó de mencionarse; hasta el punto que, a las nuevas generaciones que vieron establecerse el llamado socialismo del siglo XXI, probablemente les resulte inverosímil que alguna vez hubiera hecho parte de ellos.

Quizá si en tiempos de las gestas libertadoras, tal como lo soñó Bolívar, las incipientes repúblicas americanas se hubieran reconocido como una sola nación en búsqueda de un desarrollo social, político y económico comunitario, las cosas habrían sido diferentes. Pero es claro que las pretensiones unificadoras de los héroes de la independencia fueron interferidas por los intereses de la imperante burguesía criolla ocasionando múltiples conflictos, y esta circunstancia fue aprovechada por los imperios extranjeros para aliarse a ella en un proceso de independencia caracterizado por la división. En consecuencia, durante su desarrollo la América Latina ha sido un territorio cuya desarticulación se ve reflejada en la enorme dificultad que tiene para reconocerse bajo el nombre que resume la identidad cultural, la historia y la lengua que comparten las distintas naciones que la conforman. El nombre que nos define y nos diferencia de la otra América, tan cercana y tan lejana al mismo tiempo.

En efecto, hemos estado divididos, y, no obstante, es realmente emocionante recorrer vastas regiones de la América del Sur y sentir cómo resultan de insuficientes las fronteras que nos separan y las leyes que nos rigen, frente el ímpetu de la identidad que compartimos, a la fuerza del carácter que nos iguala en aflicciones y disfrutes, pero, sobre todo, frente a la fraternidad que se establece al poder comunicarnos, al tomar conciencia de que un sistema de signos puede unir un territorio tan diverso y tan extenso. Si bien en la actualidad la idea de nación latinoamericana es una especie de quimera, su realización sigue siendo una amenaza que incentiva el interés de dividir. De tal manera que, no es extraño lo que sucede por estos lados del continente, y que los problemas económicos y políticos que parecen multiplicarse nos hayan ido sacando progresivamente de la escena mundial. La fragmentación busca vernos divididos y vencidos.

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