Cuando nos graduábamos del colegio creíamos que todo era posible, nos sentíamos invencibles y el miedo a las nuevas responsabilidades era sólo un medio por el cual crecíamos hacia nuevas latitudes. Había augurios de buen futuro y el cartón de bachillerato sólo creaba un mundo de expectativas y de libertad, como si todo estuviera a nuestro alcance y fuéramos capaces de aguantarlo todo. Éramos nuestro propio espejismo de infinidad. Era el final de una era que, al fin y al cabo y después de tanto esperar, nos permitiría emanciparnos de nuestros límites y cadenas parentales.
Con el paso del tiempo, crecemos, leemos, lloramos, las primeras canas aparecen y todo se vuelve menos dable. Pareciera que los mejores amigos se nos fueran, que nuestros abuelos se nos evaporaran y que ya no volverán a existir momentos de tal felicidad como los vividos en la infancia. Por eso Gustavo Gutiérrez canta que “cuando llueve, la brisa del campo/Refresca la tierra, germinan las flores/Arroyitos que vienen bajando/Recuerdos de infancia de tiempos mejores”.
Llega, por tanto, el presente con las experiencias amontonadas. Ya los regaños y las travesuras de los primeros años se tornan en placenteras memorias que cuentan los padres como anécdotas y risas de antaño. Los viejos se ponen melancólicos al vernos envejecer, se vuelven nuestros amigos y entendemos, poco a poco, que desde el principio tenían la razón en todo. A pesar de esto, la energía ya no es la misma y los últimos años cumplidos pasan como si fueran días. Los conocidos se empilan como libros en biblioteca pero sólo permanecen pocos en la mente. Nada realmente cambia, pero nosotros cambiamos. Las frustraciones surten, los fracasos se materializan y los remordimientos florecen. Respiramos por los caminitos de la vida frente a una inmensidad universal que nos empequeñece y sentimos el sinsentido de la existencia. Sin ningún aviso buscamos respuestas a nuestras generales preguntas y buscamos en un ser superior, en la espiritualidad o en internet, el adecuado guía hacia los buenos tiempos.
Nos retraemos, nos tornamos introvertidos y nos apenamos de coexistir ante la gravedad que nos empuja hacia un pasado lejano y un porvenir en extinción.
En esos momentos de inseguridad, soñamos con volver a respirar con igual de intensidad que al final del Liceo, imaginándonos bajo el efecto de un optimismo de futuros gozos genuinos. Y es así que llegamos a compartir con un viejo amigo una botella de ron barranquillero, hechizándonos de nostalgia con los primeros goles y besos de recreos, para que en el amanecer retornen las alegrías juveniles de un mundo por descubrir. Ahora sí entiendo la composición de Gustavo Gutiérrez que expresa: “Regresa a caballo cantando/Y a mi lado mi padre también/Casi siempre caía un aguacero/Arroyitos crecían por doquier (…) /Yo quiero vivir mi vida/Sin penas y sin tormentos/Arroyitos de mi infancia”.
PS: para Armando Castro Pumarejo, un ser especial, clarividente y querido por todos, lo extrañaremos como se nostalgia al buen amigo y familiar.
@QuinteroOlmos