Cuando la garganta empezó a cerrarse, entró el miedo. Le preocupaba morir a destiempo. Si bien no padecía ninguna enfermedad crónica, a sus 60 años hacía parte de lo que algunos organismos de salud llaman “población vulnerable”.

Pero lo que más le lastimaba era saber que tenía la enfermedad de la vergüenza. Para sacudirse de los temores, apeló a todos los remedios caseros contra el catarro. No había noche que no tomara su infusión de agua de panela con limón y jengibre. En menos de dos días, se tragó un frasco de vitamina C que su mujer había encargado al boticario. Y para que no hubiera duda sobre lo que su mente inventaba, se despachaba tres capsulas antigripales en el día.

Todo lo hacía con ruido elocuente para que la vecina que siempre estaba abanicándose en la terraza, le ayudara con su lengua fácil a propagarlo en la cuadra.

Pero él era un experto en influenza. Desde que tenía uso de razón, había soportado dos de esos trancazos cada año.

Se aparecían casi siempre por los mismos días de abril y octubre, como si llegaran a cumplirle una cita. Sabía que se engañaba. Ese no era un achaque común y corriente. En las noches frías el aire le faltaba y una punzada se le clavaba en el pecho sin misericordia.

Pensaba fundamentalmente en los vecinos. La noticia los alarmaría y muy probablemente lo confinarían al olvido. Pero un día no aguantó más y le habló a su hijo mayor con determinación. Quería que le ayudara a practicarse la prueba.

La ambulancia no podía llegar donde vivía, porque en ese bario todo se sabía. Tener Covid -le dijo- es como cargar la sentencia que el Tribunal del Santo Oficio le colgaba a los condenados en el siglo XV.

Pero los vecinos ya sospechaban. La vecina del órgano muscular expedito, en vez de regar la información sopló la malicia como semilla de matarratón. Ese día lo vieron salir con paso torpe y la siguieron desde las rendijas de la ventana.

Intuían que la enfermedad había llegado al barrio y les angustiaba que pasara de puerta en puerta, en un callejón donde el frente de una casa se pestañeaba con el otro. Nadie volvió a pasar por ahí. Nadie volvió a visitarlo. Encerrado en su cuarto vio como los compadres de la mesa de dominó le daban la vuelta a la manzana para no pasar por la acera.

Recordó los días de La Peste, de Albert Camus, y trataba de buscar refugio en la nobleza de la condición humana, pero al cabo rato, volvía.

Barranquilla se parecía a Orán.

El virus arremetió en una noche en la que interrogaba a la vida. Y tuvieron que llevarlo de urgencia, ahí sí, ante la vista de todos.

Lo sedaron. Lo intubaron. Y lo mantuvieron en un coma inducido del que se libró en el día sexto.

Al despertar siguió descabezándose sobre las muertes. En plural. Porque el virus no fue su elección, tampoco fue un delito y mucho menos un pecado. Pero cargó un sambenito que tuvo que llevar hasta la sepultura social.

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@AlbertoMtinezM