Asumamos que es un desarrollo de cemento.
El cemento, lo saben bien los economistas, es un sector que jalona producción, pues más allá del gris con el que pinta evidentemente el paisaje, hay una dinámica de producción que mueve más de 30 sectores industriales.
Ahí hay una apuesta gubernamental por activar economía, teniendo en cuenta la riqueza que genera en una cadena que, por supuesto, produce empleo, suma rentabilidad, aumenta ingresos tributarios, y disminuye las brechas de pobreza de la sociedad.
Podría hablar de la inversión histórica en infraestructura, que ha resuelto problemas estructurales que paralizaban la ciudad cuando llovía. O de la dotación de escuelas, calles, instituciones de salud, centros de primera infancia que por años esperaron en los barrios marginados de la ciudad. O de las grandes obras que insuflan el orgullo. O de la apuesta por un desarrollo cultural desde las escuelas distritales de arte, que ya han empezado a llenar las plazas y parques de sonidos, artes escénicas, pintura.
Pero estas serían apenas las realizaciones ordinarias de cualquier gobernante.
Lo que, en cambio, se antoja extraordinario es el modelo de desarrollo que las cubre. Mientras otras sociedades nacionales se han empeñado en privatizar y liberar mercado, en Barranquilla se ha consolidado al Estado distrital como interventor, proveedor de atención u oferente de servicios. La premisa es: tanto Estado como sea necesario y tanto mercado como sea posible.
Es un modelo de desarrollo escalonado que, por lo demás, tiene el mismo perfil de largo plazo que planearon hace ocho décadas las sociedades asiáticas para sacudirse de su letargo social y convertirse en las potencias económicas. Para ser lo que hoy son, los japoneses tuvieron que imaginarse ese país y propugnar por la sostenibilidad de las reformas y los programas. Y gracias a esa política sostenida, en estos doce años Barranquilla pasó de ser una ciudad inviable a una economía emergente que destacan las agencias internacionales y las revistas especializadas.
Habría que mirar también los nuevos polos de desarrollo que impulsa el modelo para que, por ejemplo, el Centro sea el nuevo norte de la ciudad, y la visión de ciudad que nos proyecta con un aroma de río que nos reencuentra con el pasado y perfila mejores días.
Y todo ello, con una finalidad clara: el hombre y la mujer de Barranquilla. Dos indicadores lo prueban: primero, el de la inversión social ($2.296.000 por cada habitante; la mayor de toda Colombia), y segundo, el de la pobreza monetaria, que cayó de 43,3 por ciento al 20% en diez años.
Todo eso finalmente contraría la presunción. En Barranquilla sí hay discurso. Y es un discurso para gobernar inclusive el Estado nacional, lo cual ya va siendo hora, después de más de un siglo sin un Presidente del Caribe. Piénsenlo.
@AlbertoMtinezM