Nada genera más miedo que decepcionar a alguien que amamos, pero nada es más liberador que ser uno mismo, así eso signifique no cumplir las expectativas que alguien, a quien amamos, tiene sobre nosotros. Es la paradoja del amor. Quien nos ama, nos ama en la originalidad de nuestro ser, que a veces choca y contradice los intereses de esa persona. Lamentablemente, existe un relato dominante en la sociedad en el que las personas que se aman siempre se entienden, nunca se desencuentran, viven en el éxtasis de la realización de los sueños y tienen esencias que encajan como las dos mitades de una misma realidad.

¿Cuántas personas reprimen sus deseos e intereses por no decepcionar a esas personas que dicen amarlas? ¿Cuántas personas frustradas porque nunca han hecho lo que les dicta su corazón y siempre han sido determinadas por las expectativas de alguien que tanto les ha dado? Amar implica saber que el otro es único, irrepetible, libre y con el derecho de vivir desde sus propias opciones, que no estamos obligados a vivir la vida que otro ha pensado, por muy coherente y linda que sea. Amar exige un respeto total por la identidad y las opciones fundamentales del otro. En nombre del amor, no se puede intentar convertir a nadie en algo distinto a lo que es y quiere ser. Algunas veces, el miedo por la identidad del otro refleja más un complejo interior nuestro que una realidad de la otra persona. Muchos padres de familia, arropados en una distorsionada concepción del amor, pretenden que sus hijos sean lo que ellos han soñado, lo que la sociedad dicta o lo que ellos no han podido ser, comprometiendo seriamente la identidad de sus hijos.

Siempre me emociona la libertad de Jesús para incluso decepcionar a su familia. Él no fue lo que ellos suponían o querían que fuera, o al menos no en los términos que lo habían esperado. Marcos 3,21 deja constancia de esto: “Sus familiares, que lo oyeron, salieron a calmarlo, porque decían que estaba fuera de sí (loco)”. Es tal la decepción que definitivamente creen que ha perdido la razón y tratan de ver cómo pueden devolverlo a la cordura. Si Jesús hubiera estado atado a las expectativas de sus parientes, de su sociedad y de la religión del momento, no habría podido cumplir la misión que había descubierto de parte del Padre para él.

Creo que necesitamos aprender a amar en libertad, sin pretensiones, sin presiones, sin mayores expectativas. Amar con la conciencia de que me interesa que esa persona que digo amar sea feliz, aunque no me guste lo que es. Al fin y al cabo, la felicidad que primero está en juego en la vida es la de cada persona, y es a ella misma a quien tiene que responder.