Hace unos días, muy temprano, presencié una reconfortante escena callejera. Un vendedor de frutas, de esos que trabajan a la intemperie exhibiendo sus productos en cualquier esquina, estaba sentado cerca de su puesto atendiendo las primeras ventas de la jornada. A esa hora la ciudad apenas comienza a despertarse, así que no había mucho que hacer. Mientras el vendedor organizaba un balde con bollos, a su lado pasó un reciclador empujando con esfuerzo la carretilla de madera con la que recoge cartones y otros materiales. La carretilla iba colmada más allá de su capacidad, así que supongo que había hecho su recorrido de noche y probablemente ya iba de regreso. El vendedor de frutas lo miró por un momento y le preguntó, sin mayor ceremonia, si quería un bollo. El reciclador no contestó, quizá pensando que no podía pagarlo o que no quería gastar en eso. El vendedor, ante la duda, le dijo que lo tomara, dándole a entender que no se lo iba a cobrar. El reciclador agradeció elocuentemente, guardó el bollo y siguió su camino.
Todo el asunto duró apenas un minuto, pero eso alcanzó para motivar esta columna, que sirve como una especie de introducción a uno de los meses más simbólicos del año. Ese momento me mostró que incluso quienes viven del día a día, sin certidumbre económica, con precariedades y sin protección alguna, son capaces de ofrecer algo de lo poco que tienen. No se trató de una limosna —el reciclador no pidió nada—, ni de un gesto condescendiente para llamar la atención, dado que nadie, salvo yo, pudo ser testigo del intercambio. Fue un acto de caridad espontáneo en el sentido más elemental: reconocer la necesidad del prójimo y responder con humanidad.
En muchas ocasiones buscamos explicaciones complejas para nuestros problemas y señalamos primero las fallas ajenas, cuando conviene recordar que buena parte de la convivencia depende de nuestras acciones cotidianas y se sostiene con gestos mínimos. Gestos que no resuelven mayor cosa, pero que sí contribuyen a suavizar las dificultades y dicen mucho sobre la manera en que estamos dispuestos a relacionarnos.
Diciembre suele llenarse de campañas, eslóganes y llamados a la solidaridad. Es una época de dádivas, en la que mucha gente se pone al día y comparte con los demás. Está muy bien que eso pase. Pero tal vez la verdadera medida del espíritu decembrino se encuentre en acciones como la que vi esa mañana: discretas, espontáneas y sin cálculo. Pequeños recordatorios que nos invitan a dejar por un momento las tribulaciones cotidianas para extender la mano a quienes tienen más necesidades que nosotros, que no son pocos.
moreno.slagter@yahoo.com








