Desde hace muchos años en Colombia es común encontrar el nombre del presidente copando los titulares diarios, tanto que buena parte de las noticias suele organizarse en función de lo que dijo, publicó o respondió. Esa presencia constante no supone necesariamente un interés saludable por los asuntos públicos; es, al contrario, un indicio de un sistema débil y deficiente. En las democracias más estables, la vida pública no gira en torno a un individuo.
Cada aparición del mandatario y cada comentario que produce generan una cadena inmediata de reacciones de opositores, partidarios, analistas y medios. En vez de orientar el debate hacia políticas, indicadores o resultados, gran parte de la conversación pública se articula alrededor de respuestas a lo dicho unas horas antes por el presidente. Ese reflejo automático, que por estos tiempos parece inevitable, contribuye a sostener un desmedido protagonismo y termina estrechando el debate.
En general, lo deseable, es que un presidente ocupe un lugar limitado en la vida cotidiana de los ciudadanos. Cuando la administración pública funciona y las instituciones cumplen su papel, el presidente deja de ser el centro de atención y pasa a ser uno más dentro de una estructura estable y funcional.
Conviene recordar que un presidente es, en esencia, un custodio temporal del Estado, un administrador asalariado que ejerce sus funciones en nombre de una institución superior. No es propietario del cargo que desempeña.
Sus obligaciones tienen límites definidos y tareas específicas, que deberían cumplirse con moderación y profesionalismo. En un discurso de 1989, Margaret Thatcher lo expresó con claridad: “el poder es una responsabilidad, no un premio”. La autoridad no necesita protagonismo para hacerse efectiva; exige compromiso, solidez institucional y liderazgo inteligente.
Es comprensible que en momentos excepcionales —crisis económicas, desastres naturales o emergencias diversas— el presidente tenga una presencia más visible. Fuera de esos periodos, la discreción debería ser norma: evita la idea de que el rumbo del país depende de la figura presidencial, de sus ocurrencias o estados de animo.
Una vida pública menos dependiente de la figura del presidente facilitaría un debate más amplio y menos concentrado en devaneos tendenciosos o controversias desgastantes.
La función pública se ejerce mejor con un perfil bajo. En realidad, en cualquier país, al ciudadano lo que le interesa es que las cosas funcionen y que se pueda vivir con algo de tranquilidad, sin tener que encontrarse con el presidente todos los días.
moreno.slagter@yahoo.com







