El Gobierno la llama “reforma para la equidad”, pero en realidad es una reforma contra los pobres, la clase media y el empleo. Una reforma que encarece la comida, destruye oportunidades y empuja al país hacia la recesión. No hay espacio para equivocarse: subir impuestos en este contexto es como apagar el motor del país cuando apenas tiene gasolina para llegar a la próxima curva. Y todo este sacrificio solo tiene un propósito: contratar activistas políticos para que el gobierno se mantenga en el poder. Esta reforma no debe negociarse, debe hundirse.

Lo más grave es el impacto social. El 10% más pobre del país destina el 43% de sus ingresos a alimentos, mientras el 10% más rico apenas el 11%. Gravar aún más alimentos, como lo propone esta reforma, no es redistribuir: es condenar a millones de familias a elegir entre pagar los impuestos o alimentar a sus hijos. Esta reforma encarecerá aún más los insumos, reduciendo el margen de subsistencia del campo colombiano.

La construcción, que aporta el 7% del empleo urbano, sufrirá con la eliminación de beneficios hipotecarios y el aumento en el costo de los materiales, justo cuando el déficit de vivienda social exige más oferta. El turismo, uno de los pocos sectores que mantenía expectativas de recuperación tras la pandemia, recibirá otro golpe: el aumento en los tiquetes y servicios podría costar hasta 250.000 empleos, según Cotelco. El pequeño comercio, donde seis de cada diez tenderos sobreviven en la informalidad, también será golpeado con nuevos impuestos al consumo.

La transición energética perderá incentivos clave, encareciendo proyectos de energías limpias y, por ende, la electricidad. El sector automotor y de motocicletas, que representa cerca del 4% del PIB industrial, será castigado con impuestos adicionales, pese a que más de 3,5 millones de hogares usan la moto como principal medio de transporte. Y el sector cultural, que emplea a más de 600.000 personas que fortalecen nuestra identidad, verá encarecidos teatros, cines, conciertos y librerías. Pan, moto y cine: todo gravado.

Esta reforma no es técnica, es política. Y es profundamente regresiva. El FMI ha demostrado que, en países emergentes, por cada punto adicional del PIB que se recauda vía impuestos, se pierde medio punto de crecimiento económico. Más impuestos significa menos actividad económica, menos actividad económica significa menos empleo, por ende, más pobreza. El Gobierno parece dispuesto a recorrer esa cadena completa, sin importar el costo social con tal de mantener el poder en el 2026.

El argumento oficial es que “no hay recursos”, pero la realidad es distinta: en 2024 la Contraloría detectó 13 billones en irregularidades de contratación pública. El problema no es falta de plata: es la ineficiencia, la perversión de las prioridades y la falta de respeto por los contribuyentes.

Esta no es una reforma para la equidad. Es una reforma de la pobreza. No redistribuye: destruye. No fortalece al Estado: debilita a la nación. Si el Congreso la aprueba, no estará votando un acto de justicia social, sino firmando el acta de freno de nuestra economía. Y la historia recordará a quienes la aprobaron, no como reformistas, sino como los responsables de haber condenado al país a una recesión innecesaria y a millones de hogares a una pobreza evitable.

@SimonGaviria