Nada describe mejor el dilema en el que se encuentra Colombia que la tensión entre el consumo y la inversión. Y no lo digo solo en términos económicos, donde hay un auge de consumo y una crisis de inversión, sino también en otros campos. Por ejemplo, hay exceso de consumo de palabras que no dicen nada, que no construyen. Y también hay abundancia de demoliciones que consumen recursos y tiempo, como las del sistema de salud, sin que se piense en edificar algo nuevo.
En materia económica, las cifras del primer trimestre de este año son elocuentes. El consumo sigue al alza. Está, en términos reales, un 25 por ciento por encima del nivel previo a la pandemia. Esto significa más vehículos (como las motos), más alimentos y bebidas, más comidas fuera del hogar, más entretenimiento, etc. Más de todo en lo que gastamos los colombianos. Pero mientras no haya inversión este auge será efímero.
El consumo es lo que le da la sensación térmica a la economía. Por eso, en las encuestas de opinión las preguntas sobre la situación económica del hogar tienen una respuesta positiva. Y las empresas también muestran mejores resultados, por ahora. En apariencia, las condiciones económicas son buenas. Una crisis económica no parece que vaya a ser el tema central de las elecciones de 2026.
Pero esto es lo que se siente en la superficie. En medio de un mar plácido, como en la antesala de un tsunami, hay una corriente que nos aleja de la costa. Hoy, el país invierte un 10 por ciento menos de lo que hacía antes de la pandemia. La tasa de inversión es 16,6 % del PIB. Hace diez años era 24 % del PIB. Esos son dos países completamente diferentes, por lo menos en lo que respecta a sus posibilidades de crecimiento.
Se ha instaurado la cultura del “esperemos a ver” cuando se habla de cualquier proyecto empresarial. Esperemos a ver qué pasa con las elecciones de 2026 antes de decidir cualquier cosa.
La mezcla de alto consumo y baja inversión no es sostenible. Al final del día la inversión tiene la última palabra. Esto es especialmente cierto cuando el consumo es producto del endeudamiento del Gobierno, que puede llegar este año a su máximo histórico en proporción al tamaño de la economía, superando incluso al de la pandemia. La deuda que adquiere el Gobierno se utiliza para los contratos de prestación de servicios, que a su vez se convierten en consumo de los hogares. Es decir, el país se endeuda no para invertir, sino para que un puñado de supernumerarios consuman más, a cambio de votar a favor del Gobierno bajo la modalidad de “empleo militante”.
El problema es que esta deuda la tenderemos que pagar todos más adelante, con un menor crecimiento económico por cuenta de la baja inversión. En las condiciones actuales del país el crecimiento potencial futuro es un pobre 2,7 % por año, según el Banco de la República.
Pero hay algo peor, buena parte del consumo está financiado con las remesas que envían los colombianos desde el exterior. En promedio, cuatro millones de hogares reciben un millón de pesos al mes, que se destina al consumo. Esto es el doble de lo que ocurría hace cinco años. Pero, así como las remesas contribuyen a la sensación de bienestar presente, son reflejo de la pérdida de capital humano. Es, otra vez, consumo a expensas de la inversión realizada a lo largo de la vida de quienes se fueron en los últimos años.
También hay exceso de consumo de palabras. En vez de resolver problemas, el Gobierno se dedica a dar discursos rimbombantes e incoherentes. Como si fueran charlatanes y cuenteros que distraen y embaucan, cuyas palabras se las lleva el viento, el ejercicio de lo público se confunde ahora con la palabrería. Son palabras llenas de engaños y descalificaciones, cuyo único fin es sembrar odios. Esto contrasta con el uso de las palabras para informar, analizar, planear y construir, que es lo que necesitamos.
Exceso de consumo de todo, y una falta absoluta de interés por construir futuro.
@MauricioCard