Hace un par de semanas recibí una llamada extraña. No se trataba de un número conocido ni de una voz familiar, era un mensaje grabado: «Hola, me estoy intentando comunicar contigo, por favor añádeme en WhatsApp». La voz era de mujer, con un acento que no identifiqué del todo, pero parecía centroamericano. La frase, su entonación, su ambigüedad, me hizo dudar de inmediato. No lo pensé mucho, colgué y pasé a otro asunto.
Días después, supe de una estafa que había sufrido una persona cercana. Para hacerla, los estafadores se valieron de las aplicaciones que habilitan los bancos para sus transacciones digitales, engañándola por medio de mensajes de texto que simulaban una comunicación formal. Recordé entonces aquella llamada reciente y le comenté inútilmente a esa persona que ya no podía confiarse en nada de lo que nos llega a los teléfonos celulares, y que se debe sospechar siempre.
Es así. Vivimos en un tiempo donde todo lo digital viene con una advertencia implícita. Ya no abrimos correos de remitentes desconocidos, es necesario dudar de los mensajes de texto de nuestro propio banco y nos preguntamos si la persona que nos habla por WhatsApp es realmente quien dice ser. La era de la información, fortalecida con la inteligencia artificial y los videos ultrafalsos, va transformándose poco a poco en la era de la desconfianza. Hace unos años, el problema era la ingenuidad. Algunos habrán caído eventualmente en los engaños propiciados por príncipes nigerianos o en promesas de herencias inesperadas. Ahora, el problema es la aprensión. Cualquier comunicación que no esperemos se entiende como un intento de engaño.
Intentando evitar fraudes, esa constante vigilancia puede estar erosionando la credibilidad más allá del ámbito digital. Ya no solo desconfiamos de mensajes extraños, sino de las noticias, de los medios y de las instituciones. Todo se cuestiona, todo se relativiza. Y aunque la duda puede ser saludable en un mundo donde la manipulación es real, también puede convertirse en un obstáculo. Si nada es verosímil, si todo puede ser mentira, es muy difícil creer en nuestros semejantes y será más complicado establecer lazos de confianza.
La tecnología nos prometió proximidad, pero parece habernos instalado en un estado de prevención permanente. Quizá la pregunta no deba limitarse a cómo evitar caer en trampas digitales, sino ampliarla para encontrar cómo recuperar la capacidad de creer en algo sin miedo a ser engañados. Triste escenario que se aleja de las utopías prometidas hace algo más de tres décadas.