Gustavo Petro vive de inventar profecías y conspiraciones. Tras varios meses diciendo que le quieren hacer un golpe de Estado, esta semana convirtió al Consejo Nacional Electoral (CNE) en su villano de turno. La realidad es que nadie le quiere hacer un golpe al Presidente: lo que el país quiere es que llegue pronto el 7 de agosto de 2026 para comenzar la reconstrucción y tener un gobierno que de verdad trabaje por la gente –por el empleo, la seguridad y la inclusión–, con hechos y no con palabras.
El Presidente está llamando a una insurrección para “ir por el poder” (lo que quiera que eso signifique) e incendiar al país, tal y como intentó hacer un grupo de encapuchados con un policía el pasado miércoles.
Este discurso y la falta de orden ya nos empiezan a costar, no solo en términos del clima social y político, de polarización y tensión, sino de dinero puro y duro.
El pasado martes, Ecopetrol lanzó una emisión de bonos en el mercado internacional por 1.750 millones de dólares. En un primer momento ofreció pagar una tasa de interés de 7,65 por ciento a los inversionistas interesados en comprarlos, en línea con las condiciones del mercado para una empresa con una calificación de riesgo que actualmente posee. En medio de la jornada se conoció la decisión del CNE sobre la campaña Petro y la desproporcionada reacción del Gobierno. Ante semejante panorama, los inversionistas y bancos que asesoran la operación decidieron no seguir con la transacción. El mensaje de los mercados fue claro: el nivel de riesgo de Ecopetrol va en aumento y, si quiere obtener financiamiento, tendrá que pagar más.
Los mercados y sus socios tienen desconfianza frente a lo que está pasando en la empresa. Un primer campanazo fue la intempestiva decisión de abandonar la oportunidad de comprar un activo que le habría permitido incrementar su producción y reservas en 9 por ciento, para el cual ya tenía la financiación asegurada. ¿Cuál fue la razón? La presión indebida que ejerció el presidente de la República sobre las directivas de la empresa para que reversaran una decisión que ya había surtido todos los tramites internos de aprobación.
Los miembros de la junta que cambiaron de parecer, supuestamente independientes, no le han contado al país el porqué de su decisión. Tampoco se conocen las actas que contengan sus argumentos –unas actas que el país merece y tiene total derecho a conocer–. ¿Tendrán algo que contarle al país los doctores Álvaro Torres, Edwin Palma y Guillermo García? Tal vez no mucho, pues la lealtad al régimen –y no a la empresa o a los intereses del país– parece pagar bien: en septiembre pasado, el hijo de García se posesionó como viceministro del Interior.
En medio de todo esto, en Ecopetrol continúan los despidos por razones políticas. Ya es muy evidente que la estrategia de gobernabilidad del Presidente, con la que busca influir sobre los resultados electorales de 2026, tiene un nuevo componente: además de amedrentar al sector privado y aumentar el gasto público, ahora se quieren controlar las decisiones de contratación de las empresas estatales –que no solo tienen enormes presupuestos, sino que cuentan con mayor autonomía a la hora de escoger funcionarios, contratistas y proveedores.
La cosa va más allá: la Nación tiene que salir en búsqueda de financiamiento externo, con sus propias emisiones en el mercado internacional de bonos. Después de seis intentos, la Comisión Interparlamentaria de Crédito Público aprobó hace pocos días emisiones por 3.500 millones, apenas la mitad de lo que quería aprobar el Gobierno. Esto prueba que la gobernabilidad frente al Congreso está por el piso y que la confianza se sigue erosionando.
¿Quién va a pagar los costos de los juegos de piromanía? La gente. Ojalá todos esos espectadores que parecen entretenidos con el espectáculo reaccionen pronto, porque el profeta del absurdo nos está incendiando el país. Y el bolsillo.