Mi corazón late con rapidez, manifestando el temor que me invade. Los pensamientos circulan alrededor de la incertidumbre que me envuelve. No encuentro palabras, me siento mudo, como quien no sabe qué decir. Es uno de esos momentos en los que no entiendes nada de lo que ocurre y, por eso mismo, no sabes cómo actuar. Sin embargo, no me doy por vencido. Me pongo delante de Él, a quien confieso como mi Dios. Busco consuelo en su presencia, sabiendo que siempre hay soluciones y que debo ser perseverante.

De repente, una voz afinada, firme y tierna a la vez, susurra un coro que capta toda mi atención y me produce una emoción fuerte: “Hay una mano que conmigo está, cuando no tengo fuerzas. Sin pensarlo me ha de levantar, cuando llegan las pruebas. Hay una mano que ayudó a Moisés, y el mar lo dividió en dos. Y es la misma que hoy me acompaña, es la mano de Dios.”

Comienzo a tararearla y siento cómo cada frase acaricia mi alma, abriéndome a la acción de Dios. Por un momento, imagino esa mano poderosa, liberadora, llena de misericordia, que me levanta, me da seguridad y me garantiza bienestar en medio de todo ese barullo de acontecimientos que me inquietan. No encuentro respuestas a las preguntas que me llevaron a ese lugar, pero lo que sí siento es la certeza de que todo estará bien, de que debo seguir discerniendo y trabajando para resolver aquello que ahora me acorrala.

Entro en un diálogo intenso con Él y, de pronto, olvido la canción que provocó este intercambio de palabras. Hago silencio para escucharle. Mi corazón está más calmado, abierto a su voz. De repente, otro coro llega a mis oídos: “¿Y ahora quién me dice que no valgo nada? Ni la perla más preciosa a mí se compara. Tengo un precio muy alto, nadie puede pagarlo. No vas a conseguirlo. ¡Valgo la sangre de Cristo! ¡Valgo la sangre de Cristo!”

Esa voz transmite una unción especial, como si cada sílaba trajera gotas del agua viva del Espíritu. Cada verso me hace sentir amado, valorado, reconocido, protegido e inspirado. No tengo respuestas definitivas, pero sí una certeza profunda de la bendición de Dios en mi alma.

Me levanto de la postura en la que estaba, de rodillas, y salgo de ese espacio seguro para volver a la calle, con sus ruidos, inquietudes y prisas, pero con la tranquilidad de que todo estará bien. Saco mi teléfono y llamo a mi hermano, Jon Carlo, el artista cuya voz nos comunica estas experiencias de amor con las que Dios nos sostiene en medio de las batallas de la vida. Él se ríe y agradece.

Me subo al Transmilenio, en paz, seguro de que encontraré las respuestas que busco. Son esos momentos en los que agradezco tener fe.