Luego de conocer los resultados de la consulta anticorrupción, que por mucho superaron a la mayoría de los pronósticos, uno de los fenómenos más llamativos que nos dejó ese ejercicio democrático fue la significativa abstención por parte de los votantes en algunas de las regiones del país. Resultó especialmente notorio que en ninguno de los departamentos de la Costa Caribe se logró superar el umbral requerido (33%), siendo la votación más alta la registrada en el Atlántico, con apenas algo más del 23% de participación. Tal escenario, sin duda decepcionante, motivó una serie de comentarios de diversa índole, casi todos con una clara intención ofensiva y despectiva, en los que el resultado encontraba explicación en nuestra supuesta manera de ser mezquina, vendida, apática e inmoral. En ese sentido, la consulta ha terminado reforzando el pobre imaginario que se tiene en el resto de Colombia con respecto a todos los costeños.
Sin embargo, creo que esa aproximación tan simplista al problema, cargándole toda la culpa a los electores, no es justa y no contribuye a encontrar mecanismos que permitan superarlo. Es muy fácil señalar al eslabón más débil de la cadena como el causante de todos los males, ignorando que décadas de sometimiento, desesperanza y necesidades, no se pueden modificar con tres discursos y dos panfletos. Hace falta mucho más que unos trinos entusiastas para movilizar a quienes nunca se han sentido representados, ni defendidos, ni reivindicados. Se requiere además una buena dosis de descaro para demandarles cuentas y resultados, o para regañarlos, como atrevidamente lo hizo cierto excandidato presidencial.
Lo que más fastidia es esa especie de satisfacción acusadora por quienes se creen moralmente encumbrados. Conviene recordarles lo equivocado e irrespetuoso que resulta juzgar desde la ignorancia, es decir, desde el desconocimiento práctico y cotidiano de lo que tienen que vivir muchos de sus semejantes. Al limitar el entendimiento del país únicamente a su restringida visión, terminan agravando las segregaciones tradicionales de nuestra historia, de nuevo señalando con rabia la línea entre ellos y nosotros para regocijarse con comodidad en una engañosa confirmación de sus precarias sospechas.
Al margen de tan pobres juicios, debemos, eso sí, buscar soluciones que nos permitan ejercer una democracia más participativa. Para que logremos sacudirnos de los estigmas, los infundados y los verdaderos, se reclaman compromisos más audaces. De nuevo surge el llamado a liderazgos autóctonos, más cercanos y sensibles, que empiecen por comprender los fenómenos que nos definen y no se encarguen simplemente de señalarlos. Vale la pena superar el momento de la queja autodestructiva y ejercer algo más de empatía entre nosotros.
@Morenoslagter
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