Pronto hará cien años. El 30 de octubre de 1918 un delegado de Vahdettin, el último Sultán, firmó el armisticio con las potencias aliadas a bordo de un acorazado británico anclado en el Egeo. Días después Alemania haría lo propio concluyendo así la primera guerra mundial. El 13 de noviembre, con gran despliegue de poderío naval, una flota occidental entraría por el Bósforo a Constantinopla finalizando 465 años de dominio otomano, desde cuando Mehmet II la tomó en 1543. Los vencedores, como siempre lo hacen, se habían anticipado a señalar los destinos de quienes serían vencidos. Trazando fronteras arbitrarias a Gran Bretaña le correspondió Irak y Palestina, a Francia el Líbano y Siria, Grecia recuperaría después de milenios la costa del Asia Menor y Rusia se quedaría con Constantinopla. La revolución bolchevique hizo inviable esta posibilidad y la ciudad “objeto de los deseos del mundo” sería administrada por una decena de países.

Pero hay individuos que se resisten a ser arrastrados por las marejadas de la historia. Mustafá Kemal Ataturk tenía sus propios sueños para el pueblo turco. Mustafá, “el elegido” es parte de su nombre original, Kemal significa “perfección”, sobrenombre ganado con heroísmo en el ejército, y Ataturk, apellido honorífico, “padre de los turcos”, con el cual estampaba su firma, sin fingida modestia. Para ello Ataturk no solo tuvo que liderar una revolución nacionalista contra la presencia de las potencias occidentales y ganar la sangrienta guerra greco turca de 1919 a 1922. Tuvo también que imponer una revolución republicana en un territorio sin ningún antecedente democrático y una revolución laica donde por 1500 años el poder había girado primero alrededor del cristianismo constantinopolitano y luego del califato musulmán. Su versión de laicismo iba más allá de la simple separación entre Religión y Estado, pues otorgaba a este el derecho a intervenir si la primera pretendía influir en la política.

La determinación de Ataturk por sus principios fue igual ante propios y extraños. Santa Sofía, la majestuosa basílica devenida en mezquita, en lugar de continuar como tal o de retornar a ser cristiana ortodoxa, como pretendían unos u otros, fue convertida en museo, para beneficio de todas las confesiones. La mujer adquirió plenos derechos sociales y políticos. El sultanato fue abolido en 1922 y el califato sufrió la misma suerte el 3 de Marzo de 1924. Esa misma noche, Abdulmecit, el último Califa, debió abandonar su palacio de Dolmebache, el mayor exponente de la magnificencia otomana y probablemente universal. Para preservar la esencia nacionalista turca de su revolución trasladó la capital a Ankara y eliminó el nombre de Constantinopla en favor de Estambul, al tiempo que adaptó el alfabeto latino a la fonética del idioma turco facilitando el acercamiento cultural con occidente. Con su revolución, tal vez la más constructiva del siglo XX, Turquía dio un gran salto a la modernidad y a la prosperidad. Estambul, julio, 2018.

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