En el mundo de las novelas clásicas uno va y viene, y jura de aquí para allá y traiciona de allá para acá, pero al principio y al final siempre está Tolstói. Es verdad que, por la parte de Proust, a la sombra de las muchachas en flor ningún tiempo es perdido. Tampoco hay casa desolada, ni tiempos difíciles con Dickens. Y en el proceso de leer a Kafka siempre acaba uno en tremenda metamorfosis. Todo eso está muy bien y es maravilloso, pero, en la guerra y en la paz, ahí sigue estando Tolstói: sereno como el bloque de mármol donde se cincelaron palabras eternas y orgulloso porque Ana Karenina, de entre todos los escritores de este mundo y el otro, fue a él solo a quien escogió para que la escribiera a ella.
No es difícil imaginarse a Ana Karenina, celosa e imperial, cantando La media vuelta señalándolo a uno con el dedo, a todos los lectores traidores y aventureros: “Yo quiero que te vayas por el mundo/ Y quiero que conozcas mucha gente/ Yo quiero que te besen otros labios/ Para que me compares…/ Hoy, como siempre”. Y entonces uno dice que sí, mi amor, y, como caballito de paso, se va por el mundo de las letras sin mirar atrás.
Pero el mundo es una bola y los caminos siempre acaban cruzándose. El día menos pensado te tropiezas de nuevo con la Karenina. Está más bella que nunca, da susto, no la recordabas tan así...
—¿Tú por aquí…?
—Yo por aquí.
—¿Y cómo has estado?
—Encantada de la vida.
—Si tú supieras que yo nunca….
En realidad, no es que esté más bella (un poquito más bella y ya sería fea), sino que, con el tiempo, conforme se viven más experiencias, uno se vuelve más sensible a la belleza y la aprecia mejor. De niños todo es la dulzura de los rasgos y el cabello muñequil. De adulto uno descubre otros mundos –el erotismo y la gracia–, y se hace súbdito del reino de las miradas y los gestos, los andares y los volúmenes, los aromas y el magnetismo natural.
Entonces ahora el mariachi es uno, y con el rabo entre las piernas y ojitos de perro arrepentido le canta a la Karenina: “Nos dejamos hace tiempo/ Pero me llegó el momento/ De perder…/ Tú tenías mucha razón/ Le hago caso al corazón/ Y me muero por volver/ Y volver, volver…¡¡¡volver!!!/ A tus brazos otra vez/ Llegaré hasta donde estés/ Yo sé perder, yo sé perder/ Quiero volver, volver, volver”.
Lo bueno es que Ana no guarda rencores, es generosa y nos vuelve a abrir sus... páginas. Lo mejor del mundo es la reconciliación de amor. Feliches… Pero, claro, al final todo idilio languidece, o como dijo el poeta: “Te amaré por siempre…mientras te ame”. El placer de la variedad. Así que, sin querer queriendo, uno empieza a mirar para otros lados, como perrito asomado por el balcón. Ana lo comprende. Así es la vida. Y el día de tu marcha se vuelve a poner su sombrero de mariachis –¡bellísima!–, y con voz dulce y pesarosa, pero de mucho imperio, te advierte que: “Te vas porque yo quiero que te vayas/ A la hora que yo quiera te detengo/ Yo sé que mi cariño te hace falta/ Porque quieras o no/ Yo soy tu dueña”.