Hoy tengo el recuerdo del último verano. El mes de junio, que yo siempre llamo de la cosecha, se presta a esa paz veraniega del reposo vacacional: estábamos en un balcón en la Puerta del Sol en Madrid. El balcón que en este presente ya no existe, donde Rubén Darío celebraba el centenario del descubrimiento de América. Desde esos balcones, impulsivo, arrebatado en amores patrios, –su América y su España– Rubén Darío gritó: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve! Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos lenguas de gloria. Un vasto rumor llena los ámbitos: mágicas ondas de vida van renaciendo de pronto; retrocede el olvido, retrocede, engañada, la muerte: se anuncia un reino nuevo, feliz sibila sueña, y en la caja pandórica de la que tantas desgracias surgieron encontramos de súbito, pura, riente cual pudiera decirla en su verso Virgilio divino, la divina reina de luz, ¡la celeste Esperanza!”.
Esas almas luminosas han estado reunidas en la reciente Cumbre de las Américas. En un momento en que la crisis mundial con el señor Trump al frente, planea y nos pone el alma en vilo con sus estrategias de guerra que él llama de paz. En esta ocasión, la última fue con Raúl Castro y Obama, ha nacido la esperanza con el nuevo presidente, Miguel Díaz-Canel, que podríamos simbolizar siguiendo los versos de Rubén Darío: “Únanse, brillen, secúndense tantos vigores dispersos. Formen todos un solo as de energía ecuménica y así será la esperanza de nuestro futuro de América”.