Escribo este artículo escuchando una canción de David Hasselhoff, así que ya pueden imaginarse el tipo de reflexiones completamente demenciales a las que me dispongo. El que avisa no es traidor. Pues sí, los años ochenta. La década más sensacional que jamás haya existido. El tiempo en que a Hannibal Smith le encantaba que los planes salieran bien, mientras MacGyver te construía una central nuclear con un chicle y dos alfileres, Kitt siempre estaba disponible cuando lo llamaba Michael Knight, Sonny Crockett definía cómo ser cool con unos pantalones de pinzas blancos y una camiseta rosa, y Alf, mi alter ego por tantos motivos, hacía comentarios ácidos mientras trataba de comerse al gato.

Los ochenta fueron tiempos en los que a todo el mundo le parecía normal que Chuck Norris espantara invasores cubanos en Miami sirviéndose de una bazuca, que Stallone protagonizara una tras otra multitud de películas de boxeo sin tener habilidad pugilística conocida alguna, o que Arnold (simplemente Arnold) aparentara actuar con ese acento austriaco cerrado que no parece haber manera humana de quitarle. Años en los que Michael Douglas nos explicaba transmutado en el maligno y carismático Gordon Gekko cómo iba a ser el capitalismo a partir de entonces y en los que ni se sabían, ni se esperaban, ni se atendían las peticiones de ninguna minoría en el convencimiento de que el mundo se dividía en buenos y malos y no había problema político que no pudiera ser resuelto con músculos y bombardeos, o familiar que no se solucionara fumando, bebiendo y dándole una cariñosa palmada en las nalgas a tu novia, esposa o ex.

Fue una época muy conservadora, si se fijan. Retrógrada, incluso. Después de unos sesenta y setenta que abusaron de las drogas, el relajo moral y la esperanza en un futuro mejor, los ochenta supusieron el renacer conservador de la mano de Reagan, Thatcher, la música electrónica, las melenas cardadas y los clubes de playa con luces de neón. Pero qué se puede achacar a una década tan hermosa en la que una generación entera nos criamos jugando a nuestros primeros videojuegos (esos insuperables gráficos de ocho bits cuajados de melodías chirriantes y personajes que nos fascinaban con solo saltar), empapados en lo que ahora los modernos llaman cultura pop, escuchando música en walkmans, viendo video-clips (uno de mis primeros recuerdos: Take on me de A-ha) y sin apenas percibir que éramos protagonistas del bello canto del cisne del siglo XX, el tiempo de las ideologías, cuando los hombres creyeron poder cambiar el mundo hasta que los ochenta les rugieron un pixelado ¡se acabó la fiesta, hippies!

Después vinieron décadas en las que a mujeres y homosexuales se les dieron derechos. Y ellos fueron tan inocentes que realmente se lo creyeron. Cayó el Muro y terminó nuestra infancia. Se fue un tiempo. Tal vez el último tiempo. Miren a su alrededor. El cine, la música, la cultura actual… Todo trata de recordar aquellos años cuyo gran mérito fue el de lobotomizarnos. La forma devorando al fondo, entre fuegos de artificio y tipos duros reventando a los malos. Que nos atraiga tanto un tiempo como ese dice bastante de donde estamos ahora, ¿no les parece?

@alfnardiz