En épocas electorales, los aspirantes a la Presidencia tratan de conseguir el favor de los ciudadanos usando todo tipo de ardides para parecer únicos, indispensables, mejores que los demás. Y en esa carrera de locos –hay que estar loco para querer ser presidente de cualquier cosa– incurren en la contradicción de partir del mismo precepto: el cambio.
Todos los candidatos, sin importar lo distantes que puedan o quieran estar entre sí, están de acuerdo en que las cosas están mal y que es necesario cambiarlas por otras. En eso se ha convertido el ejercicio electoral de la política.
Por supuesto, los votantes potenciales también concuerdan en que todo es un desastre, y le confían su futuro inmediato al tipo que les prometa con más ahínco que en cuatro años el infierno se convertirá en paraíso. Cínicos los unos, e ingenuos los otros.
En el proceso democrático que se avecina se evidencian tres maneras de plantear el cambio que necesita Colombia.
La primera de ellas corre por cuenta del candidato Gustavo Petro, quien, a partir de un diagnóstico profundo de los problemas que padecemos, opina que las soluciones deben ser de fondo, pateando el tablero. Este discurso es atractivo, pero con pocas posibilidades de ser llevado a la práctica en un país radicalizado, violento y de derecha. Para lograr los objetivos de su programa, Petro debió haberlo construido sobre un acuerdo social sin precedentes que no dependiera de su omnipresencia. Y eso no ocurrió ni ocurrirá.
La segunda visión la comparten Sergio Fajardo y Humberto De la Calle. Ellos saben que el diagnóstico de Petro es el correcto, pero sugieren realizar las transformaciones progresivamente, con calma, sin pisar muchos callos y sin patear ningún tablero. Esta propuesta es considerada tibia por unos, y responsable por otros. El asunto es que solucionar problemas de fondo desde el interior del sistema que se quiere depurar puede tardar décadas de esfuerzos ininterrumpidos, y contrarrestar con éxito las oposiciones insensatas y los intereses instalados en el funcionamiento del Estado. Eso es apostarle a un bonito lunar en la historia.
Por último, encontramos la propuesta que consiste en decir que hay que cambiar, pero sin cambiar. Este talante lo comparten los candidatos Duque y Vargas, para quienes las transformaciones tienen que ver con bajar impuestos y construir puentes. Y eso es todo. Las demás cosas: la desigualdad, la concentración de tierras, la corrupción, el desarrollo rural, que las asuma otro, ojalá en un par de siglos.
Estas tres posturas son las que nos ofrecen los candidatos de ahora, intentando convencernos de que todo será distinto por su causa, de que podemos estar tranquilos en sus manos, de que si los elegimos no habrá nada que temer.
Pero, la verdad es que si hacemos un balance de lo que está pasando y lo que puede pasar, el tal cambio prometido y necesitado no ocurrirá, sin importar quién sea el próximo presidente.
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