Hace miles de millones de años, en medio del caos reinante, aparecieron los primeros seres vivos. Microorganismos unicelulares clasificados hoy como procariotas, que, victoriosos en su proceso de adaptación, multiplicación y evolución, fueron el origen de variadas especies de bacterias. Con el paso del tiempo –vasta dimensión que aún nos cuesta comprender– una contingencia extraordinaria cambiaría el futuro del planeta: surgirían nuevas células –hoy llamadas eucariotas– que, entre otras alteraciones, tenían entre sus distintas estructuras núcleo propio y mitocondrias. Las mitocondrias, que jugaron un papel definitivo en el suministro de la energía necesaria para la actividad celular, significaron un avance providencial. El desarrollo de una mayor complejidad se vio reflejado en el aumento de tamaño de las células procariotas, dando origen así a los organismos pluricelulares que conforman la mayoría de los seres vivos; sin ellos no hubiera sido posible la vida de la manera en que la concebimos hoy.

Estos cambios, claro está, transcurrieron durante los oscuros y prolongados períodos en que el tiempo aún no existía como tiempo, pese a que era el silente consignatario de las trasformaciones con que la carrera evolutiva registraba, infalible, un asombroso viaje sin retorno marcado desde el principio por la simbiosis. En ese entonces, nada hubiera pronosticado que tras fases sucesivas de perfeccionamiento el hombre estaría reinando en el planeta. El Ser Humano, el animal inteligente creado por el azar y el tiempo mismo, dueño del andamiaje genético más perfecto hasta ahora conocido, y poseedor del conocimiento derivado del buen uso del cerebro, el producto más exitoso de la evolución. Pero aquello no sucedió por arte de magia. Se necesitaron miles de millones de años para que el saber empírico y el instinto de asociación latente en los organismos primitivos derivaran en el “proceso de socialización y aprendizaje encaminado al desarrollo intelectual y ético de una persona”, o lo que conocemos hoy como educación y que, sin duda, suscita cambios en el comportamiento humano.

En el esfuerzo por consolidar los procesos democráticos, la educación es fundamental, y exige, tanto un Estado comprometido con la formación de los ciudadanos, como una sociedad dispuesta a mejorar el potencial individual para proyectarse en la comunidad. Curiosamente, en el proceso democrático colombiano vemos que, desorientada entre la indolencia de una clase alta ensimismada, y la ignorancia de un pueblo manipulado, la considerada clase educada suele vegetar en la apatía. Curiosamente, en esa franja electoral que por su nivel de formación debió haber desarrollado un aparato perceptivo apto para liderar los cambios que ocurren calladamente en los procesos evolutivos, es donde, inexplicablemente, persiste el fantasma de la abstención. ¿Acaso es usted, lector, uno de ellos?

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