Mi anterior columna, sobre la idea de Gustavo Petro de comprar el ingenio Incauca, produjo un número inusitado de respuestas. Algunas fueron elogiosas, lo que agradezco. Otras fueron respetuosamente críticas, lo que agradezco aún más. Otras fueron simplemente injuriosas. Esas últimas las agradezco más que todas, pues me abrieron los ojos al tema que quiero tratar hoy.

La educación en Colombia tiene, me parece a mí, un defecto. Hace un énfasis exagerado en la importancia de los derechos jurídicos y de ciertos valores en la vida social, en desmedro de otras lecciones importantes.

A los jóvenes les inculcamos desde temprano que el Estado tiene la obligación de garantizar una serie de cosas, como la vida, la propiedad, el derecho a la salud y el derecho al trabajo. Esa concepción de la sociedad, que inspiró la Constitución de 1991, es la base de la educación cívica colombiana.

Pero aunque el Estado social de derecho pueda ser una excelente forma de organizar una sociedad, sus preceptos no necesariamente son la mejor manera de formar a un individuo. Lo que funciona a escala de una nación no necesariamente funciona a escala de una persona.

Al individuo, por ejemplo, en lugar de enseñarle a preguntarse constantemente, “¿Qué debe hacer el Estado por mí?”, convendría enseñarle a preguntarse, “¿Qué debo hacer yo por mi comunidad?”. Y, sobre todo, “¿Qué debo hacer yo por mí?”.

El individualismo de esa última pregunta va a contramano de los valores que nos enseñan en la escuela, como solidaridad, altruismo, etc. Pero aunque esos valores son loables, para entender bien el mundo y para contribuir de manera efectiva a la sociedad, es necesario apreciar el rol del individualismo. El interés propio de las personas ha construido sociedades más exitosas, para todos sus integrantes, que el altruismo desinteresado. En Colombia hacemos demasiado énfasis en la virtud de la acción colectiva y no suficiente en la efectividad de la acción individual.

Lo ilustra la famosa frase de Adam Smith: “No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”. Pero nadie parece estarle explicando a los jóvenes cómo el “egoísta” mecanismo del mercado, que es la suma de muchas acciones individuales, ha hecho más por reducir la miseria y el sufrimiento humanos que cualquier otra cosa.

Los valores y los derechos despiertan emociones y son políticamente útiles, pues sirven para manipular a las masas. El orden espontáneo del mercado y la búsqueda del interés personal, en cambio, nos parecen fríos y hasta antipáticos. Sus virtudes no se aprehenden por medio del corazón, sino del intelecto. Por eso necesitan ser enseñadas. Nuestra educación fracasa en hacerlo.

Y eso es grave, pues casi todo lo bueno del mundo moderno: la agricultura, los aviones, las vacunas, la explosión del conocimiento, la reducción de la pobreza, etc., es hijo de esa fría y antipática pareja. Hacerla más atractiva a los jóvenes es una de las reformas más urgentes que necesita nuestro sistema educativo.

@tways