De 2016 a esta parte, han sido asesinados en Colombia más de 200 líderes sociales y defensores de derechos humanos. Ensayen una composición de lugar en la que todos estos homicidios ocurran en un solo día y verán con claridad la atrocidad del fenómeno, que parece sin embargo no alterar para nada la agenda pública ni cotidiana del país.
El asunto resulta todavía más doloroso cuando uno trata de imaginar a cada una de esas personas que, llevadas por el altruismo, o por el alto sentido del servicio público, o por el sentimiento de la justicia, o por la simple defensa de los derechos que les han sido usurpados, emprenden una actividad sostenida para que su comunidad disfrute del bienestar y los beneficios que le corresponden por el simple hecho de ser humanos y de hacer parte de una sociedad democrática y moderna, y que sea eso razón para que les arrebaten la vida.
Ello, imaginar a estos mártires de la buena voluntad, se me ha facilitado por estos días gracias a la relectura de El olvido que seremos, el gran relato de Héctor Abad Faciolince que no ha sido fácil encasillar en un género determinado: ¿novela, biografía, memorias, testimonio, autobiografía intelectual? En efecto, la semblanza íntima que este libro nos ofrece del médico Héctor Abad Gómez –quien fue, desde que era estudiante de Medicina a mediados de los años 1940 hasta el mismo día de su asesinato en 1987, un firme activista del trabajo social y, luego, de los derechos humanos– permite conocer de cerca la sensibilidad, el ideal de vida, la magnanimidad, la abnegación y la valentía de esta clase de hombres y mujeres.
Desde luego, nadie es exactamente igual a otro, y con seguridad no todos los que han seguido su mismo camino han tenido ni tienen el mismo perfil intelectual y moral de Abad Gómez. Uno de los indiscutibles méritos de El olvido que seremos radica justamente en salvar para la memoria histórica de la sociedad (y no sólo la colombiana) este modo ejemplar de ser y de actuar en el mundo, esta personalidad fascinante que fue el médico y profesor oriundo de Jericó, Antioquia.
No puede uno menos de admirar su talante jovial y risueño, su mentalidad abierta y liberal, su agnosticismo, su “generosidad sin filtros”, su lucha por asegurar a toda la población el acceso al agua potable y a otros bienes básicos, su compasión por el sufrimiento humano y dos atributos más que, en particular, quiero resaltar: por un lado, su concepción social o preventiva de la medicina, que lo llevó a sacar su enseñanza de las aulas y a impartirla en los barrios pobres, en los pueblecitos atrasados, en el campo, en las cárceles; y por otro, su concepción de la educación de sus hijos, nada sujeta a la hegemonía de la educación formal y, por el contrario, abierta a la autodidaxia (“Y si no te puedo llevar, ese día no vas al colegio, y te quedas en la casa. Tampoco importa; te pones a leer, y aprendes más”, le dice un día a su hijo, el narrador del libro).
Es natural, por ello, que el lector se conmueva al llegar a ese momento en que Abad Gómez, jubilado ya pero más empeñado que nunca en su lucha social –que combina con su dedicación “a cultivar rosas y amigos”–, es acribillado a balas por los miserables que, en este país, cuando no logran que sus ideas e intereses se impongan legalmente sobre otros, eligen la opción más fácil y bárbara: matar a sus contradictores. Los mismos miserables que impunemente siguen derramando la sangre de los líderes sociales en la actualidad.