Año tras año, desde mediados del siglo 16, salía de Sevilla rumbo a Cartagena un convoy de galeones. Partían en agosto para dejarse ayudar por los vientos alisios. Traían manufacturas europeas, participaban en el inhumano tráfico de esclavos y aquí cargaban para el regreso oro, plata y exóticos productos vegetales. A principios del año siguiente se encontraban en La Habana con otra flotilla que también había partido de Sevilla, pero con dirección a Veracruz, donde realizaba un intercambio similar. Y en marzo iniciaban el retorno a España en una flota conjunta, llamada la Carrera de Indias. No es de extrañar entonces que La Habana y Cartagena fuesen los puertos con las mejores defensas del nuevo mundo y que no hubiesen sido escogidas al azar. La bahía de Cartagena tiene solo dos entradas, una boca grande y otra boca chica, ambas protegibles. La naturaleza le dio a la de La Habana un solo canal de acceso largo, estrecho y profundo, como mandado a hacer para las necesidades estratégicas de la Corona. Con el fuerte de San Carlos de la Cabaña la monumental arquitectura militar española llegó a su cima. A pesar de las tormentas, los piratas y las pestes a bordo, esa cadena logística, emblemática del amanecer de la globalización, se repitió por más de dos siglos e hizo prosperar a las dos ciudades. Pero la guerra de independencia de la Nueva Granada marcaría el fin de sus vidas paralelas y el inicio de destinos invertidos.

La reconquista española, dirigida por Morillo, comenzó con el sitio y toma de Cartagena. El comandante Manuel del Castillo fue fusilado el 24 de febrero de 1816. La ciudad perdió su dirigencia y un tercio de su población y, abandonada por una recelosa Santa Fe, quedó sumida en la pobreza por 150 años, tiempo en que cedió a Barranquilla su lugar preponderante en el Caribe colombiano. La Habana, cuya independencia no ocurrió sino hasta 1898, continuó su progreso. Este incidió en la demolición de la muralla y en la reedificación de gran parte de la ciudad amurallada. Mientras la pobreza en Cartagena contribuía a la preservación de la suya. Durante la primera mitad del siglo 20, el desarrollo urbanístico de La Habana se asemejó al de Barranquilla, pero la dimensión del viejo Prado, ícono del esplendor barranquillero, no es comparable con los amplios bulevares de la Quinta Avenida habanera y del paseo del Vedado, con kilómetros de preciosas mansiones a lado y lado.

La revolución de 1959 hizo con La Habana lo que la reconquista con Cartagena, la empobreció y momificó. Y dio a Cartagena la oportunidad de remplazarla como reina del turismo en el Caribe colonial. Título que podrá seguir ostentando mientras Miguel Díaz-Canel, el recientemente nombrado sucesor de los Castro, no se atreva a ampliar las libertades económicas y políticas tímidamente iniciadas en la isla. Cartagena, la de hoy, la fantástica, le está debiendo una estatua a Fidel.

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