“Guacal, jalapita, comeyerba”, gritaban los pelaos al paso del coche por las arenosas calles de Barranquilla.

El cochero les respondía con un latigazo al aire que los hacía correr despavoridos. Los perros callejeros se alborotaban y salían ladrando detrás del coche, aparentando una valentía que no tenían. El único amedrentado era el pobre caballo, que aceleraba la marcha al oír el estampido y ver cómo la mano del auriga se alzaba amenazante para fustigarlo.

El coche tenía dos grandes ruedas de madera con radios rojos, que por el desgaste ya al girar no describían una circunferencia, sino una figura elíptica e irregular, por lo que el coche iba dando tumbos. La cabina era de un grueso hule negro con ribetes de cuero rojo. En el piso, una rueda que presionada con el tacón del zapato sonaba como una potente campana. Era el pito.

El cochero ocupaba el asiento delantero izquierdo, y a modo de copiloto (no confundir con ‘la’ copiloto) yo me sentaba en el asiento delantero derecho, cerca del cochero. (Como ven, la tradición de copilotos es familiar, y me fue usurpada. Así, hoy, manda más ‘la copi’ que el mismo piloto. Cosas de la vida).

Montar en coche era para mí un enorme placer. Cuando el cochero me permitía llevarle el látigo, me sentía ‘grande’, poderoso. Era una sensación difícil de describir.

Sentir el olor de aquel hule viejo resquebrajado por el sol; el chirriar de las ruedas que tropezaban con los guardabarros, el lamento del caballo que resoplaba pidiendo agua, sombra, bajo el canicular calor del mediodía, me traen recuerdos gratos e imperecederos de algo tan simple como un paseo en coche. Así gozábamos la vida los niños de antes.

Antonioacelia32@hotmail.com