Me apetecía esta tarde no moverme de mi mariapalito, donde hace mucho tiempo no me sentaba. Estoy frente al mar. Y, cuando esto lean, habrán pasado unos días. Pero en el horizonte del recuerdo, todavía, yo estoy disfrutando de un atardecer inolvidable: pintadas en el cielo las nubes con arreboles de Obregón pareciera que se mueven con más ritmo que nunca en este anochecer frente al mar en las playas salgareñas.
En el tocadiscos, Joan Manuel Serrat está cantando que nació en el Mediterráneo y quizás porque su niñez sigue jugando en la playa: “escondido tras las cañas duerme mi primer amor. Llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya/ y amontonado en tu arena guardo amor, juegos y penas/ si un día para mi mal, viene a buscarme la parca empujad al mar mi barca/ y a mí enterradme en la arena/ en la ladera de un monte más alto que el horizonte/ quiero tener buena vista/ y mi cuerpo será camino…”.
Tal vez el mejor destino que podemos tener cuando ya solo somos polvo. Sobre todo ahora que, o por economía o por espacio, no es tan fácil obtener una tumba.
Ustedes dirán que me he levantado macabra. Pero no, los que hemos nacido en el mar Mediterráneo, como los que han nacido en esta orilla de ensueño, rincón caribe y colonial, siempre llevaremos en la piel el olor, la luz y el sabor que, al igual que en el Mediterráneo, en este Atlántico bendito, también han atracado cien barcos y guardan el sabor amargo de la sal entre las espumas de sus orillas donde amontonan amor, juegos, penas, nostalgias, de tantos barcos y tantos corazones que han llegado y siguen llegando a nuestra América bendita.
El mejor destino cuando sabemos que, irremediablemente, acabaremos siendo polvo.