Lo he visto en la televisión: salía a hombros de sus legionarios: “los novios de la muerte, su más leal compañera”, como canta en su himno la Legión de España, la fuerza militar que más interés despierta entre el público que acude, cada Jueves Santo, a ver salir en procesión el Cristo de la Buena Muerte, la humana, sobria y magnífica escultura de Paco Palma. Hay recuerdos que cuanto más lejanos están, más cercanos los sentimos. Han pasado dos vidas desde la última noche con olor de azahar, cuando junto con mi madre, lo vi pasar por la alameda malagueña. Es un Cristo que impresiona más que por lo que recuerda a Dios, por la humanidad que representa y a la que dignifica con su valentía de enfrentar su verdad hasta la muerte. Esa misma dignidad ante la que Teresa de Cepeda, Teresa de Jesús, se inclina y levanta el corazón: “No me mueve mi Dios para quererte… el cielo que me tienes prometido… Muévenme tus afrentas y tu muerte… Muéveme tu amor en tal manera, que aunque no hubiera cielo yo te amara… Y si lo que espero no esperara… Lo mismo que te quiero te quisiera”.

Hace dos vidas, pude entrevistar a Paco Palma para mi periódico El Sur. Me agradeció en una postal que guardo, el que una periodista tan joven hubiera sido la que publicara el reconocimiento olvidado de su autoría del Cristo de la Buena Muerte, que tanto le regatearon. Guardo esa postal, que ya tiene dos vidas separadas por una aventura maravillosa de profundo amor, hecha realidad, con la que Dios premió mi vida y me trajo a Barranquilla.

Hay recuerdos que cuanto más lejanos están más cercanos los sentimos. He ido al espejo. Como en una ráfaga, he visto dos imágenes superpuestas que me han hecho recordar a Machado: “De toda la memoria solo vale el don preclaro de evocar los sueños”.