La caída del presidente del Perú, Pedro Pablo Kuczynski, por cuenta de la vinculación de su gobierno con el escándalo de la corruptora multinacional Odebrecht, es un ejemplo de cómo una sociedad, si hay voluntad de por medio, puede castigar a los altos funcionarios que juegan a las cartas con los recursos públicos de la gente a la que deben servir.

Castigar a un presidente no necesariamente quiere decir enjuiciarlo y condenarlo (ya está visto que, cuando se trata de gente poderosa, la administración de justicia es lenta y permisiva en nuestros países), pero sí ejercer presión para apartarlo del poder, y exhibir su culpabilidad, su complicidad o sus omisiones, con el fin de despojarlo de la legitimidad que se necesita para ejercer cargos de máxima responsabilidad.

En Colombia nos ha faltado diligencia y valor para llevar ante la justicia –o al menos someter al escarnio– a los máximos responsables de los sobornos de la compañía brasileña, a sus mayores beneficiados, a los personajes que siempre repiten, con el sainete de quienes se saben intocables, que ellos no saben nada sobre nada. Apenas un puñado de involucrados de mediano nivel ha sido vinculado formalmente a procesos judiciales, lo cual habla muy mal de nuestra manera de enfrentar a las mafias de la corrupción.

Quienes terminan castigados son siempre los que cargan las maletas con unos cuantos billetes adentro, los que se compran un apartamento o un carro de alta gama o una finca de recreo. Pero esos pequeños placeres que se permiten los que gestionan contratos billonarios son apenas un componente de la corrupción, uno estadísticamente insignificante. Porque los más importantes beneficios no son fácilmente cuantificables: burocracia oficial, gobernabilidad de mandatarios, continuidad de grupos políticos en el poder. En pocas palabras, una gran parte del funcionamiento del Estado y del margen de maniobra que tienen nuestros gobernantes para ejecutar sus políticas, depende de las coimas que a veces condescendemos a descubrir, encarcelando por pocos años a los cargadores de maletas.

En Perú, un país que queda muy cerca de aquí, hay un expresidente preso, otro fugitivo, y acaba de renunciar el jefe de Estado en ejercicio. Eso demuestra que, por alguna razón que no queremos desentrañar, nuestros vecinos le dieron cara a lo que el Departamento de Estado de Estados Unidos llamó “la mayor red de sobornos extranjeros de la historia”, comenzando por arriba, sin miedo, sin pudor, sin asco.

Y nosotros, los que vivimos en uno de los lugares más corruptos y desiguales del mundo, por cuenta de la compraventa de privilegios a la que nuestros líderes nos han acostumbrado, ¿cuándo dejaremos de conformarnos con atrapar a un par de tristes personajillos que cargan las maletas de la infamia?

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