Pertenezco a una generación que a principios de los años 70 fue rabiosamente abstencionista. Recuerdo las retumbantes movilizaciones que hacíamos en los barrios del Suroccidente de Barranquilla y las consignas que enarbolábamos: ‘Un pueblo con hambre no vota’, ‘abajo la farsa electoral’. Esas manifestaciones terminaban siempre en feroces pedreas con la Policía. Y esas frases, más otras que invitaban a la lucha armada, las escribíamos también en las paredes. Una noche una patrulla de la Policía nos capturó y el castigo fue barrer los pisos de la institución. Mi mamá me hacía estudiando para un examen de Química.
La virginidad abstencionista la perdí a finales de los 70. Ya no era maoísta radical sino socialista gramsciano y acompañamos la candidatura de Alfonso Jacquin al Concejo. Por supuesto, se ahogó, pero sacamos una votación digna. Regresé al abstencionismo a mediados de los años 80, con el M-19, hasta que el movimiento entregó las armas principiando 1990. Desde entonces, mi generación ha estado participando en procesos electorales con triunfos y derrotas.
La razón por la que yo me inicié como abstencionista y por la que he esquivado ser un asiduo candidato –aunque desde los 90 siempre he votado– es porque las elecciones me siguen pareciendo una farsa. Como no soy capaz de comprar un voto o de hacer clientelismo, he preferido hacer la política (entendiendo que todos somos políticos en una democracia, como dice el filósofo español Fernando Savater) desde las trincheras del periodismo de opinión.
Los que hacen la política como Aida Merlano pertenecen a un universo que no es el mío. Los que se ganan las credenciales acudiendo a toda suerte de trapisondas nunca tendrán mi apoyo. Mucho menos mi respeto. Anhelo una democracia transparente y por esta seguiré luchando hasta el último de mis días, así suene quijotesco e iluso. Y admiro a quienes en el ejercicio electoral apelan al voto de opinión, y hay ejemplos exitosos en este país.
Un reto primordial de Colombia es derrotar la corrupción electoral. Y no la derrotará solo el Estado. También tiene que hacerlo la ciudadanía negándose a vender el voto y votando de manera libre y masiva. En esa dirección, ayudarían el voto electrónico y el obligatorio, las listas cerradas, la institucionalización de los partidos y la financiación total de las campañas por el Estado.
Cortarle las alas a Aida Merlano no es suficiente. ¿Qué va a pasar también con todos los políticos que compran votos? En La Letra Escarlata, la novela cumbre de Nathaniel Hawthorne, castigan a una mujer por adúltera obligándola a llevar en el pecho la letra ‘A’. Aunque adulterio y compra de votos no son lo mismo, preguntaría si solo a Merlano vamos a lapidarla por pecadora electoral. La hipocresía era lo que distinguía a la Nueva Inglaterra puritana de comienzos del siglo XVII. Nosotros andamos igual.
@HoracioBrieva