Publicada en enero del año pasado, 4 3 2 1 –así se titula– es la última novela de Paul Auster. Mientras me llega el turno de leerla, las numerosas reseñas que se han escrito sobre ella me indican que en sus cerca de mil páginas el escritor estadounidense retoma varios de los asuntos y preocupaciones que uno ya antes ha hallado en las tres primicias de su narrativa de ficción. Me refiero a Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada, que, sacadas a luz cada una por separado entre 1985 y 1986, conformarían a partir de 1987 La trilogía de Nueva York.
La trilogía de Nueva York explora, en efecto, entre otros temas, las diversas vidas o destinos que puede vivir un mismo ser humano, el oficio y la rutina de los escritores, el uso de la identidad o biografía del propio autor (esto es, de Paul Auster) como rasgos constituyentes de algunos de los personajes, etc., los cuales, repito, según las recensiones de la prensa, caracterizan asimismo el más reciente libro de Auster.
Aprovecho, pues, la ocasión para repasar brevemente estas cuestiones tal como aparecen en La trilogía de Nueva York, que marca un debut brillante como novelista del hasta entonces poeta nacido, como Philip Roth, en Newark, Nueva Jersey.
Si en 4 3 2 1, se ofrecen cuatro versiones paralelas de la vida de un mismo sujeto –Archie Ferguson–, en La trilogía de Nueva York los personajes se la pasan adoptando otras identidades, llevando máscaras (que pueden ser múltiples), con lo cual en la práctica viven también dobles, triples o cuádruples vidas. Así, Daniel Quinn, el protagonista de Ciudad de cristal, llega a ser William Wilson, Max Work, Paul Auster, Quinn (a secas), Henry Dark, Peter Stillman el joven y, finalmente, acaba sufriendo el mismo triste destino de este último.
Dos (o tres) de las versiones o avatares de Archie Ferguson son escritores, y ello tampoco es raro, pues por lo menos cinco personajes de La trilogía de Nueva York también lo son, aparte de que uno encuentra en ésta frecuentes y detalladas referencias a escritores de la vida real, así como a sus obras. A través de uno de esos personajes, conocido como Negro (una máscara), Paul Auster parece explicar esta compulsión metaliteraria suya: “Es mi afición (…). Me gusta saber cómo viven los escritores, especialmente los escritores americanos. Me ayuda a comprender las cosas”. De hecho, el texto de La trilogía de Nueva York, a la vez que nos mantiene suspendidos del hilo de tres fascinantes tramas policiales, constituye en sí mismo una especie de escena del crimen literaria, llena de rastros, huellas alusivas e indicios de otras obras que el lector, convertido en detective, debe captar e investigar.
Más aún: las tres novelas recrean las tramas de otras narraciones. En concreto, creo que se trata de variaciones sobre un mismo ilustre tema, que no es otro que el de “Wakefield”, el magistral cuento de Nathaniel Hawthorne. En cada una de las tres novelas, los personajes se extravían, parecen repetir el destino de Wakefield, si bien, según se sospecha, no actúan por cuenta propia en ese desplazamiento universal, sino que acaso son manipulados por otros: Quinn por los Stillman, Azul por Blanco y el narrador de La habitación cerrada por Fanshawe.
De modo que la cuenta (descendente) de las ramificaciones austerianas –que son de índole borgiana– bien podría empezar alguna vez por 10: 10 9 8 7 6 5 4…