Un testigo ocular es alguien a quien una eventualidad espacio-temporal lleva, la mayor parte de las veces de forma ajena a su voluntad, a presenciar un hecho determinado. Es, en su más amplia definición, la “persona que está presente en un acto o en una acción, con o sin intención de dar testimonio de lo que ha ocurrido”, o, en un campo más concreto, “aquella persona que es capaz de dar fe de un acontecimiento por tener conocimiento del mismo”. Como tal, ese testigo es depositario de lo que a sus ojos se muestra como una verdad que le fue entregada por azar; una especie de hendidura emocional que supura incesantemente y que –emplazada en la lóbrega región de lo secreto, el oscuro territorio en el que yacen las culpas– lo golpea y lo estremece sin tregua. Si no habla, un testigo es un sufriente vitalicio. Es un ser atormentado por una complicidad involuntaria; un eterno desconsolado de cuyo dolor no se ocupa nadie. Pero, si habla se convierte en una suerte de narrador que bien podría ser acusado de estar dando una versión distorsionada de los hechos. “El entendimiento humano es con respecto a las cosas, como un espejo infiel, que, recibiendo sus rayos, mezcla su propia naturaleza a la de ellos, y de esta suerte los desvía y corrompe” (Francis Bacon, Novum Organum). Poco contempla la sociedad el calvario de una persona que habiendo presenciado un hecho, sospecha que su testimonio será puesto en duda; sin embargo, aun tratándose de testigos regidos por leyes o principios éticos, es decir, capaces de ubicar apropiadamente los actos humanos en la complicada escala que va de “lo bueno” a “lo malo”, y con ello aportar pruebas legítimas, dudar para comprobar la veracidad de un testimonio es un deber imperioso que ha significado un enorme desafío para la humanidad a la hora de aplicar justicia.
El calvario de un testigo ocular no lo viven los testigos falsos. Colombia, una nación que con indolencia insiste en autodenominarse país de ‘carteles’, –los de Cali, Medellín, de la toga, la contratación, el papel higiénico, la salud, el suero y los medicamentos, entre otros– acabó también por conformar un cartel de falsos testigos. Miles de denuncias reposan en la Fiscalía en torno a un delito que por común y por frecuente más parece una epidemia, y que deja en evidencia uno de los más graves problemas de la justicia colombiana: su incapacidad para desmontar una empresa criminal de tentáculos que cubren la geografía nacional, que opera con leyes propias, y a la que sirven desde ingenuos declarantes que se dejan manipular, hasta siniestros conspiradores cuyo único objetivo es el dinero. Detrás de ellos, los artífices de la fechoría. Si en otros tiempos fabricar testigos falsos era una obra magistral, hoy en día se asemeja a la producción en serie; y si antes los cerebros criminales estaban enmascarados, hoy parece que aprendieron a moverse en el delito como Pedro por su casa.
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