Los escritores de prosa narrativa suelen declarar que la lectura de poesía les resulta imprescindible para poder dotar de vitalidad y energía su propia escritura. En efecto, suele notarse en no pocos de ellos la influencia de esa lectura, en mayor o menor grado. Por lo general, la savia adquirida en el frecuente contacto con la lírica se transfiere a sus páginas bajo la forma de una presencia latente que irriga todo el texto y le insufla un tono y una atmósfera singulares.

Pero hay otros en que la presencia de la poesía es tangible. Tanto que el lector es capaz de delimitar pasajes específicos de sus obras en que aquélla ha cristalizado en forma tan concreta y visible como un diamante. En tales casos, es fácil extraer esos pasajes, aislarlos y ponerlos a funcionar por separado con vida propia independiente.

Se trata de verdaderos poemas que se hallan incrustados en el contexto de un cuento, de una novela o de una crónica. Y los hay de tal calidad que uno llega a maliciar que su existencia es lo que justifica el resto del discurso en que vienen envueltos.

Incluso, puede que uno acierte al pensar así de mal. Un gran novelista, Javier Marías, admitió una vez que hay novelas que se escriben sólo para salvar una frase. Por otro lado, no recuerdo qué otro autor observó que todo cuento no es más que un poema inflado, alargado, y que a su vez toda novela es sólo un cuento que ha sufrido el mismo proceso de relleno e hinchamiento. De modo que no es un error suponer que, en ciertos casos, un texto de prosa narrativa ha tenido su origen en un verso o en un poema seminales, que el lector acaba descubriendo como quien encuentra una gema en un paraje de areniscas.

Es más: dar con esas gemas en los parajes de cuentos, nouvelles y novelas es una afición que cultivan con esmero algunos lectores. Soy uno de ellos. Tengo mi propia colección de poemas extraídos de obras correspondientes a los géneros mencionados. Como he dicho, algunos de tales poemas son tan evidentes que es muy probable que figuren también en la colección de otros lectores dados a este mismo deporte.

Sé que ustedes ya me están pidiendo ejemplos. Dado el aforo de este espacio, sólo podré dar dos. Del primero –al que di incluso título: “Pedro Páramo contempla a Susana San Juan bajo la luna”–, no hace falta citar, desde luego, la obra-fuente: “Susana. Yo te pedí que regresaras. Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan”.

El otro lo saqué de un pozo… sí, de El pozo, de Juan Carlos Onetti: “Había habido algo maravilloso creado por nosotros. (…) Como un hijo el amor había salido de nosotros. Lo alimentábamos, pero él tenía su vida aparte. Era mejor que ella, mucho mejor que yo. ¿Cómo querer compararse con aquel sentimiento, aquella atmósfera que, a la media hora de salir de casa me obligaba a volver, desesperado, para asegurarme de que ella no había muerto en mi ausencia?”.

Lástima que no pueda compartir más, que los tengo tan bellos como los anteriores. Pero ustedes mismos pueden descubrirlos. Búsquenlos en las novelas de García Márquez, Cormac McCarthy, Paul Auster y Alejo Carpentier, entre otros. Sé que es una pista muy vaga, pero el solo hecho de seguirla y agotarla para dar con las joyas buscadas les representará horas y días de impagable placer estético.