El 24 de diciembre de 1980, horas previas a la celebración de la Nochebuena, el periódico El País de España publicó una columna de Gabriel García Márquez dedicado a la Navidad con el nombre de Estas navidades siniestras. En ella, el futuro Nobel, usó la nostalgia y el humor para mostrar su desencanto por el devenir de la celebración de la Navidad en Latinoamérica. Dijo que la degradación de las costumbres a este lado del hemisferio habían empezado desde el momento en que el Santa Claus de los gringos y de los ingleses reemplazó al Niño Dios como la figura que traía los regalos a los infantes.

Gabo se preguntaba cómo aquel santo de cachetes rozagantes y nariz de beodo, cuya santificación había sido producto del milagro de revivir a varios escolares descuartizados en la nieve por un oso, y cuya fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25, había terminado por ser el personaje central de nuestras tropicales navidades. Ahora –decía–, “tal vez lo más siniestro de estas navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad”.

Para Gabo la Navidad no era más que “una noche infernal” en la que los niños no podían dormir “con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala”. Pero a pesar de su desencanto, hay algo en la manera de escribir de este hombre caribeño que no permite que al terminar de leerlo uno se muera de tristeza. Mucha nieve y mucha tristeza se encuentran en varias de las navidades descritas por la literatura universal, pero dudo mucho de que después de leer esto alguien corra al armario a buscar la pistola para descerrajarse un tiro en la sien o le quite apresurado las cabuyas a una hamaca para colgarse de la primera viga que encuentre. A lo sumo, habrá una mueca que nos hace cómplice de la tragedia que se describe. En estas tierras calientes ni siquiera la tragedia con sus designios puede espantar la posibilidad del humor y el goce.

Entonces, a pesar de todo, en el Caribe colombiano, en estas tierras calientes donde hay pocos rituales de paso porque solo hay dos estaciones –sol o lluvia–, para decorar las calles en Navidad, las matronas de barrio y sus nietos seguirán haciendo muñecos de nieve con vasos desechables con 35 grados centígrados bajo la sombra de los almendros; el Santa Claus importado de nariz cervecera seguirá derritiéndose con su atuendo polar aferrado a una ventana; se seguirán haciendo cruza calles con papeles y plásticos de colores; seguirán disfrazando a los trupiles de veranos eternos de pinos nevados con el artificio de forrar sus ramas resecas con algodón; y se verán vecinos atravesar la calle con platos y peroles llenos de alimentos, fieles al ancestral “vicio” de los pobres de ser abundantes en generosidad en medio de la escasez. Feliz Navidad.

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