Al llegar al medio siglo de existencia, muchos seres humanos, acostumbrados a ciertas disciplinas del pensamiento, a lucubraciones del alma, a la angustia existencial, a la búsqueda afanosa de respuestas, acuatizan en el mar de la serenidad porque ya han dejado en el camino la pesada carga de las vanidades, de los egoísmos y de las frustraciones, para asumir una nueva actitud de ecuanimidad filosófica, de tolerancia gradual y de equilibrio emocional.
Es así como ante la explosión de urgencias y afanes de la juventud, manifestada en la violencia de sus “carreras a ninguna parte”, el hombre maduro acude a ese último recurso que enseña la experiencia: el lazo de los afectos que detiene el ímpetu juvenil.
Sin embargo, algunas veces no sabe qué hacer o qué decir para mostrar a un hijo, un sobrino o a un alumno la intrascendencia de sus frivolidades y afanes, de sus dificultades y pequeñeces, de la urgencia de madurar ante un mundo acelerado y de la necesidad de sembrar en sus almas nihilistas un grano de espiritualidad ante una sociedad desestabilizada.
Es la lucha del hombre contra su propia especie. Es la pugna de las generaciones por el predominio de las causas, es la gran batalla de los padres contra los hijos en aras de la supervivencia.
Es aquí donde me vale una breve puntilla para recordar el tema de los matrimonios modernos, su inestabilidad psico-afectiva y su fragilidad, donde psicólogos y trabajadoras sociales presentan enfoques y alternativas, omitiendo casi siempre la responsabilidad y adecuada preparación que atañe a la mujer como elemento fundamental para avalar la solidez de la unión de los matrimonios.
Considero, sin delirios de machismo, que es la mujer con sus excelentes cualidades de intuición, imaginación, seducción, abnegación, femineidad y capacidad para dirigir un hogar con cocina, de quien depende construir el lazo que mantendrá viva la unidad de esa cédula insustituible de la sociedad humana, de la que formamos parte y que a veces creemos que “va en barrena”, aplicando un término de aviación por la similitud que guarda con las cosas que parecen sustentadas en el aire, en el vacío y como parece estar nuestra vida actual y las leyes que la rigen.
Y podría utilizar la expresión del navegante cuando advierte que su navío “está haciendo agua”, porque el país entero se hunde en una inconsistente masa líquida de estructura moral y en un abismo de ambiciones políticas y descomposición moral de valores sociales...