El otro día, mientras veía en un establecimiento público la transmisión por televisión del partido Junior vs. Flamengo, fui víctima de un cambiazo de billetes. Si cuento este incidente personal, es sólo porque me ofrece el punto de partida necesario para la breve reflexión que quiero desarrollar aquí.

El estafador, un vendedor ambulante de naranjas acompañado de otro, tras recibir el pago por un pequeño bulto que yo había aceptado comprarle, me pidió que le permitiera ver un billete de cincuenta mil pesos que había en mi cartera, con el fin de apreciar no sé qué imagen. Al tomarlo, hizo en broma el amago de salir corriendo y, de inmediato, entre risas, me lo devolvió. Lo guardé de nuevo en mi cartera y seguí viendo el partido. Fue al cabo de una hora larga, al volver a sacar el billete para pagar mi consumo en el establecimiento, cuando supe, por dictamen experto e inapelable del mesero, que había sido objeto de un timo, el cual, como lo vería después, no fue sino el resultado de una proporcionada mezcla de una gran habilidad para el escamoteo –la del pillo– y de un candor rayano en la bobería –el mío–.

Pasada la indignación, y al poner aquella fechoría en contexto con las que definen la situación de inseguridad de la ciudad, hasta me di por bien servido. Había sido robado y ni siquiera había tenido que pasar por la experiencia de ser intimidado con un arma. Me pregunté por qué últimamente tantos robos, esto es, tantos delitos cuyo único fin es apoderarse de un bien ajeno tienen un desenlace atroz; por qué es cada vez más común que los actos de despojo (asalto, fleteo, etc.) vayan emparejados con el homicidio, incluso cuando, por un lado, el ciudadano afectado se muestra dispuesto a “cooperar” con el pillo y, por otro, éste sabe, o debe de saber, que el botín pretendido no es precisamente un potosí, tal como ocurrió en el caso de Angello Alzamora.

Es verdad que, en el pasado, Barranquilla –y hablo de una época muy posterior a aquélla en que se trataba de “la ciudad más hospitalaria y pacífica del país”, como dice García Márquez que era hacia 1940 (Vivir para contarla)– ya tenía facinerosos que, para robar, no vacilaban en tomar la vida de su víctima con superfluidad, pero eran casos excepcionales o minoritarios. Ahora, sin embargo, se está volviendo norma el ratero sin alma, desaprensivo, sin un mínimo de sentido humanitario por debajo del cual se sienta impedido de actuar. Y me temo que la solución a ello no sea simple cuestión de represión policial. Desde luego, la vigilancia y el control policivos, así como el castigo judicial, son necesarios, pero no suficientes. Creo que esta escandalosa frivolidad con que la delincuencia viene asumiendo la vida del otro es consecuencia de la misma degradación social y ética que ha generado toda la violencia y toda la corrupción pública de este país. Es, creo, otra expresión más del ejercicio del mal como banalidad (pues cabe, sí, el concepto de Hannah Arendt) que viene desgarrando a pedazos el tejido de la sociedad colombiana desde la década de 1980.