Conozco a alguien que todos los días amanece con una tremenda responsabilidad sobre sus hombros: la de mantener viva una fama de loco.
La verdad es que no me gustaría estar en su pellejo. Pienso que ese compromiso que este conocido mío tiene con la sociedad es tan grande como la primera trompada que dará Mike Tyson al volver al ring.
Significa salir todos los días a la calle con el ánimo arriba, como primer requisito. Si sale de su casa y no lleva los ojos desorbitados, y no saluda a sus vecinos con alguna vascuencia, y no se monta al bus con una jeringonza escandalosa ante la mirada atónita y fascinada de los pasajeros, entonces pierde gracia, pierde status, pierde su prestigio de loco, que es su gran patrimonio.
Ese prestigio no solo lo obliga a salvarse con la inmensa sospecha cósmica de que a lo mejor los locos están cuerdos y los cuerdos están locos, sino que le colma sus necesidades de atención. Cada locura que hace, cada desvarío que pronuncia, cada tinto con sal que se toma, cada mofa que le hace al jefe por detrás, le aseguran una simpatía desbordada entre sus compañeros de trabajo. Aburridos con la rutina diaria, con los espíritus ahogados entre papeles y llamadas de cumplimiento, ellos se divierten con las cosas de loquito. Incluso, al final de la jornada de trabajo, cuando llegan muertos del cansancio a su casa, entretienen a sus familias con el inventario de locuras cotidianas de mi amigo: “Imagínense lo que hizo hoy… imitó la voz telefónica del Inspector de Precios y le mamó gallo al jefe durante una hora…”.
Si mi amigo fallara un día en mantener saludable su fama de loco, entonces no estaría en boca de nadie. Sería uno más del montón. Sus aventuras no serían fascinantes. Y a pesar de que él sabe perfectamente que muy adentro de su cráneo funciona un cerebro con asombrosos destellos de cordura, él se cuida muy bien de permitir que estos lo traicionen. Al fin y al cabo, si alguna de sus sensateces aflorara, es posible que no lo dejen subir a los buses, o que no lo inviten a tomar cervezas en la tienda de la esquina, o quizás hasta lo boten del empleo. Mi amigo estaría condenado al anatema de los hombres sensatos: el aburrimiento y la indiferencia de la gente.
Ahora bien, su responsabilidad es aún más grande cuando él vive en una ciudad de locos. La competencia es grande. La Barranquilla que la semana entrante cumple años está llena de locos. Los hay callejeros, de esos que pretenden tirarse a las fuentes de los parques y las encuentran vacías, y los hay hasta políticos, de esos que van a La Chinita y le tumban la puerta a un capitán electoral porque le dejó de poner unos voticos. Esa fama nuestra es universal. Recuerdo que hace diez años me encontraba cubriendo una pelea de ‘Happy’ Lora en Miami y me presentaron a Alexis Argüello, quien es uno de los ídolos de mi adolescencia. Alexis fue amable conmigo y me preguntó con tono aburrido que de qué ciudad de Colombia yo era. Le dije que de Barranquilla. Al ex campeón nicaragüense se le iluminaron los ojos, me miró con profundo respeto y dijo con voz fascinada: “Cooooooño… yo nunca he conocido un barranquillero que no sea loco…”. Por lo que sé, creo que me lo dijo por su vieja amistad con ‘El Chino’ Lafaurie. Sentí en ese momento la inmensa responsabilidad patriótica de cometer alguna locura, robarme el balde de ‘Happy’, decir alguna barbaridad por el micrófono, pero me contuve a tiempo para no hacer el ridículo, lo cual es algo así como la ruina de un loco.
Ese suceso me dejó pensando. Al fin llegué a la conclusión de que con todo lo barranquillero que soy, con todo y que en 1870 mi bisabuelo Alejandro McCausland ya navegaba por el río Magdalena, no soy loco, aunque Juancho Gossaín le dice a cada rato a su gran audiencia en RCN que en Barranquilla hay un periodista loco, que se llama Ernesto McCausland, que una vez le preguntó a la capitana del Country Club si la tela de su vestido era de contrabando. Le agradezco a Gossaín que me quiera arreglar la fama, pero sigo siendo un aburridísimo barranquillero cuerdo que aparece en televisión con gafas y cara de profesor de pueblo. Sin embargo, gracias a Dios, me he dado el lujo de satisfacer esa gran frustración intelectual con el oficio de periodista y por eso considero que las mejores entrevistas que he hecho han tenido como protagonista a los locos de mi Región. De allí que gente como Diomedes Díaz, que una vez hizo migajas 200 billetes de $500 para demostrar que la plata no vale nada, o Angie Cepeda, que una vez dijo que lo que menos le gustaba de Bogotá era la sentada en el inodoro frío, y Carlitos Vives, que ha llegado al extremo de responderme una pregunta con una risotada, estén entre mis favoritos para entrevistar.
De ese compromiso profesional tan serio tengo un cuento que jamás olvido y que ostento con orgullo. Me encontraba un mediodía en el Mercado de Bazurto de Cartagena buscando a un exboxeador loquito al que apodaban ‘La Avispa’, a fin de incluirlo en un programa sobre “Los muertos del boxeo”. Alcancé a oír a un vendedor de yuca que me señalaba y le preguntaba a un vendedor de tomates que quién era yo.
El tomatero respondió: “Ese es Macaula, el de Mundo Costeño”. El vendedor de yuca dijo entonces: “Ah, verdá que ese man entrevista es puro loco...”.
En la clase de frases que retumbarían en mi consciencia si algún día llego a irme de esta tierra.
EL HERALDO
Marzo 31 de 1995