“McCausland!”.

El grito retumbaba por todos los rincones del periódico, dejaba muda a la redacción, hacía temblar los módulos de la rotativa y estremecía la edificación hasta los mismos cimientos.

Era Olguita, llamando a su peor alumno.

El peor alumno saltaba de donde estuviera como impulsado por un resorte de alto poder y se dirigía nervioso y presuroso a la oficina de la Asistente de Dirección. “De tres zancadas llegaba aquí”, solía decir Olguita mucho después, cuando, dando rienda a su extraordinario sentido del humor, le contaba los cuentos a los compañeros de acá.

Ya sabía yo lo que me esperaba. Era redactor raso de aquella época, con licencia para cubrir lo que fuera, desde crímenes menores hasta festivales folclóricos en pueblos pequeños. ¿Para qué me llamaba esta vez? Lo más probable era que hubiera redactado “jurado de conciencia” con “s” y el escrito estaba ya en el escritorio de Olguita, quien seguramente me estaba llamando para decirme: “¿Y a ti quién te dijo que conciencia es con ‘ese’ mijito?”. Allí comenzaban las más arduas jornadas de formación profesional de las que yo tenga noticia. Olguita leía la noticia p-o-r-m-e-n-o-r-i-z-a-d-a-m-e-n-t-e y daba rienda suelta a su bolígrafo, tachando sin piedad y corrigiendo con su letra grande y escandalosa. Lo único que rompía aquel silencio sepulcral era el ruido fuerte del bolígrafo con el papel y los comentarios de Olguita cada vez que corregía. No se me ha olvidado su mirada rígida a través de los gruesos lentes, las pausas breves para encender uno y otro cigarrillo. A veces, cuando la cosa se ponía demasiado dura, aprovechaba para aplicar una de mis tácticas de distracción y le decía: “Ajá Olgui, ¿y cuándo vas a dejar de fumar?”. Ella miraba el cigarrillo, me miraba a mí y decía: “¿Tú estás seguro de que ese hombre tenía 45 años?”, mientras me mostraba la foto que acababa de entregarle. “Sí Olgui”, le respondía el peor alumno. “Lo que pasa es que esa foto es vieja...”. Olgui ripostaba enseguida: “¿Y por qué no te levantaste una foto más nueva?”. No había forma de sacarla de lo fundamental. La verdad es que ninguna de las tales tácticas de distracción sirvió nunca para nada.

Era un tormento, no lo niego. Pero no para el corazón, sino para la consiensia. Siempre impecablemente vestida con sus vistosos trajes de flores, inteligente y audaz como poquísimas mujeres en la historia de este país. Olguita era la ejecutora directa de un código tácito de perfección profesional que promovía el director Juan B. Fernández Renowitzky. Tal como aún subsiste en El HERALDO, el código es estricto, no admite imprecisiones y vela porque se cumplan los dogmas sagrados del periodismo: imparcialidad, estética, búsqueda de la verdad...

Decía Juan Gossaín en una vieja crónica de la revista Semana: “Se me llena la boca al decir que, a pesar de que escribí en EL HERALDO centenares de crónicas conflictivas, de denuncias, de peleas contra las malas mañas de políticos y administradores públicos; nadie me cambió jamás un párrafo en EL HERALDO...”.

Pues yo tengo que decir ahora que también se me llena la boca al afirmar que a mí se me han cambiado más párrafos que a cualquier otro redactor en los sesenta años de este periódico. Me los cambiaba Olguita, quien, con su bolígrafo y sus trazos airados, constituyó una eficiente cátedra de cinco años que hoy no tengo cómo pagarle. Por lo menos los cinco millones que vale una carrera de periodismo si se los debo. Es por eso que cada vez que obtengo alguna satisfacción profesional, cada vez que algo bueno me pasa, se me viene a la mente la oficina aquella con el humo de los Marlboros, los papeles amontonados en cada espacio disponible y la colección de búhos sobre la repisa. ¡Cuántas veces miré a esos búhos buscando un apoyo y solo encontré mil pares de ojos misteriosos contemplándome con lástima!

Hoy, cuando ya Olgui no está, soy el columnista más solitario del mundo. Ya nadie me corrige. A pesar de que he escrito cosas aquí que se apartan del pensamiento del periódico, y a pesar de que hecho fuertes denuncias sobre esas eternas malas mañas de que hablaba Gossaín, puedo afirmar con orgullo que jamás se le ha tocado un párrafo al columnista McCausland. No tolero que nadie por la calle me hable mal de este periódico, mi sala de partos, de neonatos y cuna profesional. Yo, que he estado aquí durante los últimos once años, afirmo lo mismo que Gossaín: EL HERALDO es una obra de buena fe. Pero digo que soy el columnista más solitario del mundo porque ya no tengo a Olguita. A veces se me pasan errores garrafales por el colador de mi conciencia. Como una columna hace poco en la cual quise corregir unos errores anteriores con una “Fe de Erratas” y en la “Fe de Erratas” aparecieron dos palabras mal escritas. ¡Olgui, dónde estás!

Nada cambia tanto como una redacción. Un día hay unas caras y al día siguiente hay otras. Antes era Mauricio Vargas, Marco Schwartz, Roberto Pombo, todos muchachitos jóvenes llenos de anhelos. Ahora, cuando los tres mencionados son grandes figuras de talla nacional e internacional, surge una nueva generación que empuja y se abre camino: Escárraga, Sourdís, Pérez Villarreal, Cardozo, Córdoba, Díaz, todos con su vibrante inquietud y sus ojos llenos de fuego. Nombres que seguramente en unos años serán los periodistas de moda y nos mirarán como dinosaurios.

Estas celebraciones de aniversarios tienen la desventaja de hacerlo sentir viejo a uno. Viejo y nostálgico. Como decía un tío mío: “La vejez lo vuelve pendejo a uno...”. Pero por lo menos yo tengo el consuelo de que jamás llegaré a viejo mientras siga necesitando a Olguita Emiliani tanto como la necesito ahora. Fíjense nada más en el sexto párrafo de esta columna. Ahí está clarísimo “Consiensia” con “ese” ¿Ven lo que digo?.

EL HERALDO, octubre 29 de 1993.