Esta semana se hizo viral en redes sociales un video en el que las candidatas al reinado Miss Perú, en vez de recitar las medidas de su cuerpo, decían cifras correspondientes a la violencia de género en sus departamentos y en su país. El video se hizo tendencia inmediatamente, como muchas cosas hoy en día, y lo que sucedió fue un performance. Una realidad pensada para luego ser reproducida ad infinitum en videos de un minuto. Pero que fuese ensayado, intencional y preparado no necesariamente sea un problema; habla de una gran conciencia de quien se lo inventó, con el objetivo que fuese, y de una mera interpretación de lo que significan los reinados en nuestra sociedad: a las mujeres nos matan porque nos cosifican al punto de deshumanizarnos y, paradójicamente, esta cosificación está pasando mientras las reinas –bellas, sí, pero monolíticas– denuncian las consecuencias de esa cosificación.
Sé que algunos me dirán que voy muy rápido saltando del reinado al feminicidio, pero son dos gestos de nuestra cultura que tienen mucho que ver el uno con el otro (que lo diga Ana Bolena). Los reinados de belleza son un problema porque conciben y promueven solo un tipo de belleza que le hace mucho daño a los cuerpos de las mujeres, pero también porque nos hacen pensar que los cuerpos de las mujeres son decorativos y que las reinas son triviales –yo no creo que una mujer trivial sea capaz de dedicar tantas horas a moldear de manera tan específica su cuerpo–. Pero el problema no es que se vean así: el problema es que nos digan que esa es la única belleza y que la belleza viene acompañada de la superficialidad. Y así, poco a poco la misoginia va echando sus raíces. Se dice que en los reinados se trata a las concursantes como “ganado”, porque se miden y comparan sus cuerpos como si los estuvieran ofreciendo para el escrutinio de un público hambriento. Esa fragmentación de los cuerpos de las reinas en nada ayuda a bajar los índices de violencia contra las mujeres y, en cambio, ha convertido a los reinados de belleza en un espacio emblemático de cosificación.
Es más, la acción tiene tantas paradojas que parece más una obra de arte que un gesto de activismo o publicidad. Lo digo porque el activismo debe ser claro y limpio en sus mensajes, y la publicidad suele ser ramplona en su manipulación. El arte, en cambio, sí se permite estas ambigüedades. La pregunta del millón es entonces si las reinas eran conscientes de que hacían parte de un ardid publicitario que busca limpiarle la cara a los reinados al mismo tiempo que denuncia cruelmente el destino de las mujeres que solo son valoradas como objeto de decoración. Seguro alguna lo sabía, porque las reinas no son tontas, al contrario, son muy disciplinadas y ambiciosas. Si no, no podrían someterse a los martirios de un reinado. Y seguro otras no lo comprendieron, porque la paradoja no es tan fácil; hace un bucle sobre sí misma y uno se siente a la vez admirado y con ganas de llorar. ¿Y cómo reaccionamos nosotros? ¿Hizo efecto el mensaje? ¿Sí nos removió algo por dentro ver a las reinas ir en fila como si fueran al matadero? Para mí sí valió la pena. Incluso si solo en una persona hizo click el dato, o la paradoja, o la crueldad intrínseca en la acción, y fue lo suficiente para que cayera en cuenta del grave problema de la violencia de género.