La manera de ser del barranquillero, afable y descomplicada ha permitido, en buena hora, que prevalezcan algunas costumbres de antaño, por encima del asfixiante y frío modernismo en el que predomina la inmediatez. Es el disfrute de esas pequeñas cosas cotidianas, sin apuros ni afanes, lo que le da color a la vida. Las tiendas de barrio que aún fían y anotan las deudas en un cuaderno y además tienen el más veloz y efectivo servicio a domicilio. Los canarios en su jaulita, que sus dueños cuelgan del palo de matarratón más cercano y les hacen compañía dondequiera que vayan. Las tertulias de los amigos en mesitas de cativo bajo un frondoso árbol, reuniones en las que a punta de frías arreglan el mundo y piropean a las chicas. Los juegos de chequita y bola e’ trapo, que aún se dan en las ya no arenosas calles de la ciudad. El bailador ‘ñero’ que en cualquier esquina azota baldosa y le hacen rueda y lo aplauden. Los escribientes de las viejas Underwood con la oficina en la calle, quienes a pleno sol elaboran toda clase de tutelas y reclamaciones y alguna que otra carta de amor para una clientela cautiva. Los bulliciosos partidos de dominó bajo el palo e’ mango, que por lo general terminan en amigables discusiones. Las reuniones nocturnas diarias de los amigos que se reúnen a ensayar la comparsa para el sábado de carnaval. Los pela’os que se rebuscan en la lluvia con sus puentes de tabla para cruzar la calle. Todo esto no hay civilización que pueda cambiarlo. Afortunadamente. Porque si le quitamos a la vida estos y otros tantos pequeños placeres, esta sería insulsa, monótona y aburrida.
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