Hubo un tiempo en que las altas cortes eran las instituciones más respetadas del país, en ellas sobrevivía –en contra de todas las probabilidades– la reserva moral de la Nación, y sus miembros eran una extraña excepción de nuestra larga tradición de villanía. Era como si en los organismos encargados de elegir a los más importantes operadores de la justicia subsistiera una especie de pudor que les impedía contaminar con sus mezquinas maneras las salas mayores de la Ley. Por eso, los magistrados solían ser maestros del derecho, hombres y mujeres surgidos de la Academia, cuya única aspiración era ser justos, equilibrados, transparentes.
Duró demasiado esa reverencia, ese culto a la dignidad y a la honradez. Y los políticos fueron descubriendo que en realidad no eran necesarias esas reservas. Así que las salas de las cortes comenzaron a llenarse de gente inculta, mediocre y, lo más importante, proclive a las marrullerías. Poco a poco, los intereses oscuros de los hampones que manejan a Colombia se fueron imponiendo en los despachos en los que por décadas a nadie se le hubiera ocurrido hablar de plata.
El resultado es lo que ha estallado en la cara de los crédulos: las personas escogidas como estandartes de la ética pública, los protectores de la Constitución, los ciudadanos que merecieron llevar puesta la toga que los identificaba como ejemplos vivos de la probidad y el decoro, también son corruptos, también se venden, también saben que los billetes son lo más importantes del mundo.
Algunos de los analistas nuestros, que parecen vivir en el mundo feliz de los incautos, insisten en argumentar la podredumbre, echando mano de la más obvia de las fórmulas: la majestad de la justicia no puede ser cuestionada por cuenta de dos o tres manzanas descompuestas, dicen, como si las instituciones no estuviesen conformadas por personas, como si esas “manzanas” no representaran a nada ni nadie, como si los que se vieron sorprendidos con las manos en el sobre repleto de dinero –y quienes se descubrirán en el futuro– no fueran los ejemplos tristes de lo que hemos decidido ser.
El milagro que había mantenido aisladas de la corrupción a las más altas instancias de la justicia no significa que haya lugar para la sorpresa. Era cuestión de tiempo. Era cuestión de oportunidad. Era cuestión de que algún pillo perdiera el miedo. Era cuestión de que los académicos decentes y preparados prefirieran envejecer en sus salones de clase y en sus bibliotecas antes que compartir el espacio con los oscuros personajillos que comenzaron a colonizar los pasillos del Palacio de Justicia.
Pero, aunque los más sensatos supieran que las altas cortes tarde o temprano iban a concederse el favor de ser tan colombianas, no sobra la sensación de pesar por los tiempos en que la decencia se defendía de la maldad detrás de los muros que fueron destruidos por los cañones del Ejército, el 7 de noviembre de 1985. A lo mejor tienen razón quienes piensan que ese día, con la muerte infame de los 11 magistrados que clamaban porque cesara el fuego amigo, fue el comienzo del final.
@desdeelfrio