En mayo de 1940, una fila de miles de personas marchaba por los caminos del norte de Francia con sus enseres a cuestas, huyendo del ejército alemán, que había alcanzado la región de Amiens. Una de ellas, un niño de 11 años tirando de una carretilla en la que iba su hermana menor, era mi padre. Porque conozco esa historia, porque mis antepasados conocieron el dolor del desplazamiento y el destierro, no me pueden ser indiferentes las imágenes de venezolanos cruzando la frontera para conseguir comida en Colombia. Ni deben serles indiferentes a nadie.
Cuando el presidente Santos pronunció la célebre frase sobre Hugo Chávez, “mi nuevo mejor amigo”, muchos aplaudieron el pragmatismo del mandatario colombiano, gracias al cual se repararían las relaciones comerciales entre los dos países, que se habían estropeado durante el gobierno de Álvaro Uribe.
Ahora sabemos que la única función de esa epidérmica amistad fue lograr el apoyo de Chávez, y luego de Maduro, a la negociación con las Farc, y nada más. El comercio exterior siguió cuesta abajo y hoy, si acaso, es el 10% de lo que era hace 10 años. En cuanto a las buenas relaciones diplomáticas, aguantaron hasta que se secó la tinta en los acuerdos de La Habana. Desde entonces, Maduro no ha hecho sino dirigirle a Santos insultos cada día más descocados, que nuestro presidente ha hecho bien en no responder.
Así paga el diablo a quien bien le sirve. Pues, a diferencia de la era Uribe, cuando el propio Santos censuraba con firmeza al régimen chavista, en los últimos años Colombia guardó silencio mientras el puño de la dictadura se cerraba alrededor de la democracia venezolana. Llegamos, incluso, a deportar opositores que se habían refugiado acá, sabiendo que seguramente serían torturados en su país. Santos habrá sido el mejor amigo de Chávez, pero fue un pésimo amigo del pueblo venezolano.
Hoy que la tiranía prepara una nueva vuelta de tuerca, Colombia enfrenta la posible llegada masiva de venezolanos huyendo del paraíso socialista. Y ya se escuchan, por aquí y por allá, en voz baja pero cada día con más fuerza, expresiones de rechazo, de prejuicios, de xenofobia, llamamientos a impedir que lleguen esos extranjeros a quitarnos nuestros empleos. Nos indigna que Europa les cierre las puertas a los refugiados sirios, o que Trump pretenda construir un muro en la frontera mexicana, pero cuando la frontera franqueada es la nuestra, el nacionalismo nos toma la delantera.
Digámoslo, entonces, muy alto: no es momento de mezquindades, sino de solidaridad. Colombia puede y debe ofrecer ayuda, bajo condiciones dignas y amables, a quienes lleguen buscando amparo del naufragio chavista. Los motivos humanitarios no hace falta explicarlos. Pero no son los únicos. Nuestra incorregible especie se reconoce por su proclividad a repetir errores del pasado. El caso de Venezuela –el previsible fracaso de un ensayo más del experimento colectivista– es buen ejemplo de ello.
Por eso mismo debemos tratar a nuestros vecinos como quisiéramos ser tratados en similares circunstancias: porque cualquier día la insensatez humana se puede ensañar con nosotros. Y seremos nosotros entonces quienes tendremos que cruzar una frontera o echarnos a los caminos, con la maleta y los recuerdos como único patrimonio en la vida.
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