El amor no pertenece a los poetas. Tan humano es el amor, y al mismo tiempo tan sublime, que con toda seguridad prefiere no alojarse en violines e inspiraciones, sino en el pedazo de jabón que amanece allí, cada mañana, en una ducha de baldosines desdibujados: el amor es, a fin de cuentas, de quienes lo sienten, lo viven, lo padecen, superan sus fases perentorias con enjundia de guerreros, caen en la monotonía del desfile de los días para luego darse cuenta de que –después de diez, quince, veinte años– deben iniciar una estoica reconquista en cada despertar.
Así, como dos viejos conocidos que acababan de conocerse en esa mañana, salimos de Valledupar bajo los nubarrones del primer invierno.
Una hora después, pasando por entre los tenderetes de chicharrón de Bosconia, y tras repetirle el eterno chiste de que ese pueblo debería llamarse “Mosconia”, y escucharla reír como si fuera la primera vez que lo oía, me di cuenta de que ya estábamos enamorados otra vez.
Aquello ameritaba un festejo y en más de una ocasión pensé pedirle que destapara una botella de whisky que se nos había quedado casi entera de la gran parranda. Cuando estaba a punto de decirle, sobrevino una llovizna y consideré que necesitaba mis sentidos muy bien afinados para conducir en carretera mojada.
La lluvia apretó. Al pasar por Ciénaga, el cielo se había descuajado sobre nosotros. Íbamos despacio, pero aun así la vía estaba lisa como un espejo, y en el kilómetro 33 la curva nos ganó.
Nuestro vehículo invadió el carril contrario y al entrar en contacto con la cuneta se fue volteando lentamente, hasta quedar de lado.
Estábamos atrapados. Yo había quedado arriba y era tal la presión de la lluvia, que resultaba imposible abrir mi puerta. Ella menos que podía, como quiera que su puerta había quedado contra el suelo.
Intentamos llamar a Emergencias a través del celular, pero nos hallábamos en zona muerta: no había ni una raya de señal. Cundía la angustia, la sensación de que estábamos en una bomba de tiempo. La única opción era romper el vidrio panorámico. Ella procedió a hacerlo con los mismos pies que emplea para bailar ballet, protegiéndolos apenas con su cartera. El vidrio cedió, y entre el panorámico hecho trizas procedimos a salir. Aquel aguacero de mayo no amainaba.
Los vehículos pasaban a alta velocidad, nadie parecía vernos en el fondo de la cuneta. Fue cuando le dije a Ella que, antes de salir a pedir auxilio, nos deshiciéramos de la botella de whisky. Aun en medio del aturdimiento, me asaltó el temor de que, al llegar la policía, se nos armara lío por aquello.
Ella se las arregló para sacar la botella y le dije que la lanzara lejos. Hizo lo mejor que pudo en medio de la desesperación, no precisamente un lanzamiento olímpico de jabalina. La botella voló un par de metros, quedando oculta entre la maleza. Luego, como dos espantos empapados, salimos a la carretera y finalmente logramos que un auto se detuviera a auxiliarnos.
Asegura Ella que en aquel tiempo infinito que duró el accidente, desde que fue obvio que yo había perdido el control del vehículo hasta que nos detuvimos, me dijo claramente “Te amo”. Yo le creo, pero siempre le he dicho con franqueza que no la escuché, quizá por el apremio de la situación.
Aún ahora, cuando tanto tiempo ha pasado, suelo angustiarme pensando que si la tractomula de la eternidad hubiese venido por el carril que invadimos, o si hubiésemos caído a las aguas inexpugnables de la ciénaga, jamás habría captado yo aquel mensaje trascendental que redondeaba nuestros amores. Por fortuna, la carretera mortal que tantas víctimas había cobrado en el pasado tuvo piedad de nosotros.
Semanas después, ya en verano, volvimos a pasar por el mismo punto del accidente. El rastro que había dejado la camioneta en la cuneta ya comenzaba a borrarse por efecto de la nueva vegetación. Fue cuando se nos ocurrió bajarnos a ver si ahí estaba la botella. Ella lo hizo y pronto, desde la distancia, me miró sonriente: la había encontrado. Estaba deteriorada por efecto del sol y las lluvias.
Guardamos aquella botella como un tesoro. Pasaron meses y jamás parecíamos encontrar la ocasión ideal para tomárnosla. Finalmente, nuestra hija mayor se graduó del colegio y esa noche, rodeados de nuestros familiares y amigos más cercanos y queridos, previo un solemne discurso de borrachín, nos bebimos el Old Parr recalentado.
Un cuñado aseguró que era el whisky más exquisito que se había tomado en su vida, lo que atribuyó al efecto químico del sol y las lluvias. Creo que, en efecto, la bebida tenía un sabor especial. Pero no lo atribuí a las inclemencias azarosas que la habían golpeado durante semanas. Concluí más bien, y nada me ha demostrado lo contrario, que aquello que nos tomamos fue el más puro amor embotellado.