Los comportamientos agresivos de los colombianos nos muestran que entre nosotros mucha gente tiene los dos genes violentos reconocidos por la ciencia. Son genes que producen dificultades para controlar la cantidad de serotonina, la hormona de la felicidad, y dopamina, la hormona del umbral del dolor. Es así como con facilidad se puede llegar al sufrimiento y a la agresión.

Esos comportamientos repercuten de manera indirecta en la presión entre las diferentes capas sociales, lo cual conlleva a la incapacidad de vernos como un solo país y con una misma hoja de ruta, que hoy por hoy debe ser la paz.

Nos comportamos como una caterva de insurgentes con la vida misma y solo se necesita un paso adelante de alguien que represente una ideología que nos disguste para enfrentarlo. Así su posición implique nuestro propio bien. El ejemplo está claro: los acuerdos de La Habana.

Este, en definitiva, es un país que no se ha reconciliado entre su propia gente, gracias a dos prácticas frecuentes: la leña al fuego y el palo en la rueda.

Ante un acercamiento como el de Santos y Timochenko se oyen versiones descabelladas sobre la entrega del gobierno a la guerrilla. Son voces agresivas que destruyen en vez de alertar. Si hay que prender las alarmas por un timo que se presume pretendan las Farc, lo ideal es que se haga con buena intención, con el objeto de prever, no de dañar.

Ojalá ese mismo sector alerte por el robo al erario, por la compra-venta de votos, por el robo de tierras, por la especulación del mercado y por las concesiones leoninas.

En cambio, ese lado de la sociedad agresora ha sido flexo con delincuentes de todas las raleas que atentan contra la comunidad y la han llevado a largos periodos de miedo. Ahí están Pablo Escobar y sus secuaces en los 80 y 90. Sangre Negra en los 50 y Efraín González en los 60. A su vez, de quienes defendían ideologías, como el Mono Jojoy, o de territorios, como Jorge 40.

Hay mil análisis del gen nacional. Hay también de las profundas diferencias sociales, de razas, de costumbres y culturas que tenemos en este país. Es tal vez este el momento para reconciliarnos con nosotros mismos, sin incurrir en la impunidad. La violencia no está solo en guerrilla y paramilitares. El ciudadano, sobre todo en las grandes urbes, tiene a flor de labios una palabra hiriente por cualquier cosa.

Entre regiones y estratos el colombiano ha creado una barrera casi insoslayable, porque aunque nos creamos muy liberales y modernos somos un país negado a los cambios. Somos intolerantes con las ideas y atrasados con las ideologías.

Que este paso de La Habana sirva para vernos en el espejo de nuestros males culturales y no dejemos la culpa solo en manos de guerrilla y paramilitares.

Porque esos males culturales que arrastramos son aún más peligrosos y graves que las profundas diferencias políticas y económicas traídas desde la colonia, agrandadas en la independencia y maquilladas con la república.

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