'No volverán los tiempos de la cometa, cuando yo niño, brisas pedía a San Lorenzo'.
Freddy Molina
'Yo no sé, pero creo que no terminé de quemar esa etapa', contaba Ariel Altahona mientras con una navaja sacaba delgados palillos de un gran trozo de guadua. Su ojos abiertos como platos, mostraban una emoción casi infantil, no tan habitual en un hombre de 48 años, porque, según él, el entusiasmo de la infancia se va perdiendo por los golpes de la vida adulta.
Ariel, al estar rodeado de papeles multicolores, tijeras y un buen taco de curricán (tipo de pita) vuelve al pasado. Viaja a una época en la que no tenía más responsabilidades que hacer las tareas o llegar a tiempo al colegio.
Regresa a la cancha del Barrio Simón Bolívar, donde libró sus mayores contiendas, descalzo, a pleno sol y con las manos quemadas por el taco de nailon.
Su felicidad llegaba a la cúspide cuando el producto de su creación, ese al que le dedicaba su pasión y esfuerzo, se elevaba al cielo y se perdía entre las nubes.
Hoy, de adulto, la cometa sigue siendo la remembranza de sus mejores años.
La batalla de Ariel no fue siempre tirando 'picha e perro' para bajar de las alturas otras cometas. Los correazos de su padre, César Augusto Altahona fueron su 'pelea perdida', porque él quería que su hijo 'pusiera los pies sobre la tierra'.
Con un fugaz asomo de tristeza en la mirada, recuerda sus lágrimas de niño, cuando le destrozó una cometa de más de dos metros con un machete.
'Ahora la gente me dice: ‘oye, pero tú estás muy viejo para andar volando cometa’. Lo que no saben es que esta vaina marcó mi niñez. No sé si es nostalgia pero es una afición que tengo desde pelao', agrega Ariel, quien asegura que aquellos tiempos se llevaron al niño flaco y desgarbado, pero dejaron intacta el alma inocente y soñadora de sus 12 años. La misma que todavía le impulsa a volar como sus cometas.
'No he madurado'. Cuando sale de su casa con una bolsa negra debajo del brazo, en compañía de su sobrino Mauricio, salen tras él niños de todos los callejones vecinos.
El motivo de la euforia de los pequeños es ver elevarse a nueve cometas que vuelan en secuencia, una de las obras de Ariel.
'Hacer una cometa es muy fácil, con la guadua hacemos el esqueleto, amarramos para que quede firme, le damos la forma con el nailon, le ponemos el arco, el zumba zumba y forramos. Luego ponemos una de las partes más importantes: el ico, que es, por decirlo de alguna manera, el timón de la cometa. Por último, le ponemos la cola'.
Ariel ganó el primer lugar de un concurso organizado por Comfamiliar en la categoría de la Cometa más Creativa con sus nueve cometas. Eso ocurrió el primero de septiembre en el viejo Castillo de Salgar.
Al evento, apoyado por el Museo de Antropología de la Universidad del Atlántico, asistieron cerca de 600 aficionados que pusieron a volar en ese espacio sus cometas y papagayos.
En el malecón del río se realizó un certamen similar el pasado 9 de septiembre con el objetivo de rescatar los juegos tradicionales en espacios de esparcimiento y sana convivencia.
Jeison Suárez, de 24 años, habitante del barrio Reserva de Los Almendros, causó sensación entre los presentes ese día por tener la cometa más grande. Tenía 2 metros de alto con 40 centímetro de ancho.
'Para mí es espectacular volar una cometa', señaló este joven que heredó de su padre el amor por 'un juego que se ha ido perdiendo'.
'La gente me dice que vuelo cometas porque no he madurado, pero creo que no voy a madurar nunca porque esto me encanta', dice Jeison, quien recuerda los tiempos en los que volaba cometas con su padre en las afueras del Estadio Metropolitano.
'Los niños de hoy en día no se relacionan de la forma en la que mi generación lo hacía. Ya no se ven esos juegos con los que crecimos, porque ellos viven pendientes del celular, la tablet y el computador', añade Jeison al recordar la algarabía en su barrio cuando cortaban una cometa y esta se caía.
'Todos los niños corrían detrás de la cometa perdedora. La guerra era por bajar las mejores cometas. Al que se la tumbaban perdía el año', cuenta entre risas.
Nueva generación. En el malecón del río Darwin Murillo Nisperuza sostenía su cometa buscando la dirección del viento. Mientras, su sobrino Santiago Torres intentaba elevarla. El delgado armazón fue levantado por el viento sin ningún esfuerzo. En lo alto planeaba levemente mientras su cola con movimientos impredecibles dibujaba círculos en el aire.
El rostro de ambos parecía un mar calmado después de la lluvia. Para ellos volar cometa es como una catarsis, 'un ejercicio que relaja'.
Aunque el trabajo y las ocupaciones diarias no le dejan suficiente tiempo libre, cuando tiene la oportunidad estos habitantes del barrio La Central de Soledad se alistan a volar sus frágiles creaciones.
'Ya no lo hago tan seguido, pero mi sobrino se emociona, como cuando era un niño pequeño. Hoy en día los pelaos están en otra onda. Todo lo que conocen es el celular y no se relacionan entre ellos como antes'.
'Somos una generación nostálgica', reconoce Suárez, quien recalca que está en los padres y jóvenes rescatar los juegos tradicionales.
Ariel Altahona, por su parte, piensa que no deben existir barreras de edad para dejarse llevar y soñar un poco.
'Nos aferramos a esas épocas de nuestra vida en la que los días pasaban más rápido. Esos años de ingenuidad en los que éramos felices, sinceros y totalmente libres como las cometas'.